Sunday, April 02, 2006

Javier Ramírez Limón

DESIERTO DE ALTAR


“…tierras vertiginosas y aéreas...
tierras con un blanco resplandor
de esqueleto pelado por los pájaros…”

—J. L. Borges



De un momento a otro cambia el paisaje de arena. Uno no se da muy bien cuenta. Basta clavarse en la línea blanca de la carretera para volverse y ver que las dunas se han hinchado o se han horizontalizado en menos de cinco minutos. Y allí, en la lejanía que emerge como en las novelas de Guillermo Munro o Cormac McCarthy, puede levantarse una ráfaga de viento y finsísima arena que enrarece la vista y altera el ritmo de la respiración. Es el desierto de Altar.
De pronto la cámara de Javier Ramírez Limón capta “algo”, una situación. “No entendía nada, pero aquello me pareció raro, por decir lo menos. Sentí que muy a mi pesar tenía que desentrañar el misterio de la pick up.”
Así presenta el fotógrafo sonorense (Hermosillo, 1960) la secuencia de sus seis fotografías tomadas en algún lugar del desierto de Altar, entre Puerto Peñasco, Sonoita y San Luis Río Colorado. Ése será el triángulo de los médanos y los saguaros.
Una extraña camioneta blanca recibe la visita de unos hombres de a caballo a quienes sigue un potrillo, dependiente filial de una de las yeguas. El grupo de jinetes rodea al pick up y recoge o deposita algo. Luego, un muchacho corre entre el polvo y de espaldas a quien acciona la furtiva cámara. Pasa algo. En la última imagen sale de la nada otra camionta y se detiene. Tranquilos, unos hombres de cachucha beben cerveza.
“Sabía qie si nos separábamos cierto tiempo desaparecerías para siempre. Y yo tendría que juntar cada una de tus partes, como un rompecabezas”, escribe Ramírez Limón en el catálogo de su exposicion colgada en la Casa de la Imagen: Plaza de la Ciudadela 2, Centro Histórico, en el DF, hasta el 29 de enero.
Los “morros”, como les dicen a los niños pero también a las dunas, no son tan blandos. Las llantas de la camioneta y las patas de los caballos no parecen enterrarse. Van sobre terreno macizo.
Para mí allí –por la colocación de las seis fotografías en secuencia— se esconde un misterio criminal. Algo se transporta. Algo se recoge. Pero para otros espectadores se trata de un paseo de jovencitos en caballos rentados. Y no en el corazón del desierto, en las inmediaciones del cerro del Pinacate, sino en las afueras de una población. Andan dando la vuelta.
Sin embargo, lo que la fotografía inventa se arma de diversas maneras en la mente de cada observador. La alucinada mirada del fotógrafo mismo incorpora la sospecha y la revelación (el descubrimiento) en el cuarto oscuro del laboratorio, en una circunstancia de la luz y las letras imposible de no relacionar con aquel sensacional cuento de Julio Cortázar, “Las babas del diablo”, cuyo procedimiento narrativo reelaboró Antonioni en Blow up.
“Supuse que en la pick up blanca estaban todas tus piezas y que alguien las llevaría muy lejos para que yo no pudiera encontrarlas. Tuve que disparar la cámara para poder atraparte para siempre. Y ahora supongo que estarás ahí, esperándome…”, desliza Ramírez Limón añadiendo unos datos que la invención originada en la fotografía no necesita. Cada una de las fotos sugiere una historia oculta, pero la colocación, el orden, la progresión de todas las imágenes —en el orden natural de los números— es la que intriga al receptor.
Como la memoria, la fotografía no reproduce: inventa y opera como la imaginación.

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