Friday, February 11, 2011

Ética del fotoperiodismo

La fotografía es una
lectura, no una escritura.

—Ferdinando Scianna


No es distinta la ética del periodismo a la del fotoperiodismo, como si se tratara de una subética. Se sabe, por la experiencia de los últimos años, que el comportamiento de los “fotógrafos de asalto”, como no de manera amable se suele llamar a los paparazzi, ha tenido que reglamentarse con aún más rigor desde que algunos de ellos acosaron sin piedad a la princesa Diana antes de que sucumbiera en bajo el puente el Alma de París.
Desde que los hombres empezaron a organizar su sistema de dudas, como dice Borges, se han preguntado lo que está bien o no en todos los campos. Lo importante es no hacer el mal a nadie. Si no es lo mismo la mentira que la falsedad es porque la proposición del falsario conlleva mucho de engaño y de mala fe. Manipular una foto, borrarle personajes que han caído de gracia, es una de las clásicas manipulaciones de la verdad en los fallidos estados socialistas del Este, especialmente de la época staliniana y también en la de Mao en China.
De todos esto versa el reciente libro del siciliano Ferdinando Scianna titulado Etica e fotogiornalismo, fotógrafo que sabe escribir.
De hecho la intrusión de la fotografía en el panorama cultural es relativamente reciente: hace menos de dos siglos. Muchos creen que ya es urgente enfrentar los problemas éticos del fotoperiodismo. “A mí no me lo parece. La ética es la ética”, dice Scianna (nacido en Bagheria en 1943). “No creo que haya una ética específica del
periodismo con su subsecuente ética del fotoperiodismo. La fotografía muestra, no demuestra. Nos hace ver al muerto, no la causa de la muerte. En cuanto al asesino, casi siempre nosotros lo ponemos.”
El principio del debate sobre la ética del fotoperiodismo se puede fechar hacia 1855 cuando la casa real inglesa invitó al fotógrafo Roger Fenton a cubrir los campos de batalla de la guerra de Crimea con fotos que desmintieran las atroces condiciones de los combatientes. Fenton lo hizo de manera falsa y admirable.
Scianna recuerda el caso de aquellos musulmanes que fueron retratados detrás de unas alambradas de púas pero que, según denunció el periodista alemán Thomas Deichmann, no estaban en un campo de concentración y exterminio sino en uno de refugiados. Esas imágenes, que le dieron la vuelta al mundo, terminaron por considerarse como pruebas de las actos criminales de la limpieza étnica de los serbios.
No es la primera vez que publica Scianna un libro de textos. Ya lo había hecho en Obietivo ambiguo, donde reúne sus reportajes, conferencias, prólogos, presentaciones para catálogos. Desde 1967 vive en Milán y trabajó para el semanario L’Europeo como fotorreportero y luego como corresponsal en París durante diez años. Estuvo en Praga en el momento de la invasión soviética en 1968. Propuesto por Henri Cartier-Bresson, se incorporó a la agencia Magnunm en 1982. Su más importante exposición tuvo lugar en París el año pasado: La geometria e la passione.
La parte fotográfica de su libro sobre ética del fotoperiodismo es de lo más interesante: es un catálogo de fotografías trucadas, manipuladas, como la de la bandera de Iwo Jima, o las imágenes de Stalin que desaparece a sus acompañantes en el cuarto oscuro.

Thursday, February 10, 2011

Las palabras y las fotos

Siempre que el escritor se enfrenta a una fotografía —sobre todo de sí mismo— o a la obra ya cumplida de un fotógrafo reincide en la tentación de traducir en palabras la experiencia. De golpe la intención comporta una frustración parecida a la que emana de una página en blanco, una nube o una forma plástica, caprichosa y abstracta, pero pronto las sugerencias de la luz y del tiempo, del espacio y del más allá, empiezan a configurarse cuando de los líquidos del revelado en el cuarto oscuro y bajo una penumbra de foco rojo triunfan poco a poco los contornos, los blancos y los grises y los negros y las sombras de una fotografía.
El escritor se sitúa ante un fenómeno de la memoria y del tiempo: una placa que convoca en un instante detenido, y a primera vista, todas las asociaciones (el paso de los años, la identidad personal, el desvanecimiento de la infancia, la convivencia con hombres y mujeres de otro siglo, la supervivencia de seres extinguidos) que ha procurado la literatura.
No fue menos impactante el nacimiento de la fotografía (cuando en 1839 Nicéphore Niépce se asocia con Daguerre) para los escritores que para los pintores. Su inquietante aparición hizo que se cimbrara el naturalismo de los retratistas del pincel y que se pusiera en entredicho la relación misma de los novelistas —como Balzac y Zola— ante la “realidad”. Se creía, como explicaba, que “un retrato ejecutado por un pintor es una interpretación, es decir: una deformación, mientras que una fotografía, por el contrario, es objetiva y dice la verdad”.
Quienes mejor han escrito entre nosotros, en México, sobre la fotografía han sido Octavio Paz y Salvador Elizondo.
En el prólogo a Instante y revelación (treinta poemas de Octavio Paz y sesenta fotografías de Manuel Álvarez Bravo), México, 1982, el poeta recuerda el estupor que en 1859 causó en Baudelaire la irrupción de la fotografía, a la que entonces sólo se le atribuía un valor como medio de reproducción de la realidad visible y de información científica. Baudelaire olvidaba, escribe Paz, que “detrás de la lente fotográfica hay un hombre: una sensibilidad y una fantasía. Un punto de vista”. Se le consideraba demasiado cerca de la pintura, pero después fue “pintura de aquello que vemos con los ojos cerrados”, hasta individualizarse como un arte distinto.
Si la foto aprisiona y detiene el tiempo, el cine “deshiela la imagen fija”, piensa Paz: “En la fotografía se conjugan subjetividad y objetividad: el mundo tal cual lo vemos pero, asimismo, visto desde un ángulo inesperado o en un momento inesperado”. Porque la fotografía congela un fragmento de la realidad, es una prolongación de la vista y es, a un tiempo, la fijeza del instante, pero “es algo que no vio el ojo o que no pudo retener la memoria. La cámara es, todo junto, ojo que mira, la memoria que preserva y la imaginación que compone. Imaginar, componer y crear son verbos colindantes. Por la composición, la fotografía es arte”.

Como decíamos, otra de las meditaciones más profundas y sabias que se han expresado en México sobre la fotografía es de Salvador Elizondo. Lo escribe en su ensayo sobre Nicéphore Niépce, que desde 1822 descubrió los principios en que se funda la ciencia o el arte de la fotografía.
A 180 años de distancia “de la primera detención visible del curso del tiempo”, nos damos cuenta de que sin las realizaciones de Niépce las dos nociones en las que se sustenta la vida política y la vida de relación en general serían inconcebibles: la información y la comunicación.
“Dos de las más altas funciones del Estado, el archivo y la propaganda, serían imposibles sin el descubrimiento de este medio de expresión menos perfecto pero más verosímil que la escritura descriptiva.”
Sin el gran invento del siglo XIX tampoco se hubieran desarrollado la policía científica, la investigación criminológica y, sobre todo en tiempos de guerra, el espionaje hacia fuera y hacia adentro: el control de los ciudadanos.
En su libro Contextos, Salvador Elizondo enhebra las palabras con precisión quirúrgica y no sólo anota los avatares científicos que recorrió la investigación química para fijar las imágenes desde finales del siglo XVIII; también reflexiona en la impregnación fotográfica que ha pigmentado el carácter cotidiano de nuestra vida. Podrá realizase una boda sin anillos, me pareció leer en alguna parte, pero nunca sin la foto de estudio. En nuestro panteón más íntimo, el álbum familiar, comparecen los seres que nos precedieron y detonan el fluir de la memoria. No hablamos con los muertos, pero los vemos en su instante congelado y ellos nos ven desde aquel instante de su historia. La imagen del niño que fuimos nos habla de una de nuestra muertes intermedias: la presencia fotográfica de un ser que desapareció sin morirse, al desvanecimiento irremediable de la infancia. “¿Dónde está el niño que yo fui”, se pregunta Pablo Neruda, “sigue dentro de mí o se fue?”
No deja de asombrarse Elizondo ante las producciones de Niépce y Daguerre: la magnitud de su realización sólo es comparable a la de Gutenberg, dice: Niépce “opuso un dique momentáneo al cauce heraclíteo que en cierta forma nos permite bañarnos dos veces en el mismo río”.
En un tono de En busca del tiempo perdido, que evoca al hombre atónito ante la imagen viva de los muertos, Salvador Elizondo, también autor de Camera lucida, siente que “nuestros panteones personales tienen la forma de un álbum fotográfico y la fotografía no sólo impregna nuestra memoria y la historia en la que estamos situados sino que además —como el espejo de Mefistófeles que muestra al doctor Fausto la forma del Ideal y retiene las imágenes— es capaz de mostrarnos la figura instantánea, si no la presencia concreta, de una forma fugaz, y por fugaz ideal”.
¿Y cómo el que fuera considerado un invento diabólico no iba a colorear de otro modo la literatura, e incluso la filosofía? ¿Cómo no iba a significar un cambio la combinación de las propiedades ópticas de la cámara con las propiedades químicas de las salas de plata —que culminan en la fijación de la imagen—, si esa revelación alude al problema del tiempo, la memoria y la muerte?
El tema se puede abordar desde dos perspectivas: lo que han pensado los escritores sobre la fotografía y, en segundo lugar, el uso de la fotografía como motivo o “personaje” de las historias de no pocos novelistas y cuentistas. Nos limitaremos a este segundo criterio.
Y es precisamente en Farabeuf o la crónica de un instante, la novela de Salvador Elizondo, donde se ve la función narrativa que va cumpliendo la fotografía alrededor de un suplicio chino.


Crónica de un instante

“La fotografía es tortura, sacrificio y éxtasis religioso, pero también es operación quirúrgica y orgasmo sexual”, escribe Dermot F. Curley, el exégeta más destacado de las obras de Elizondo.
Y es que entre las páginas de la novela se intercala la fotografía de un suplicio chino. La imagen acompaña y rodea al texto. Al caer en la primera escena unas monedas sobre una mesa, que producen un leve tintineo, un pequeño ruido metálico, el narrador alude al método chino de adivinación mediante hexagramas simbólicos, y entonces alguien balbucea el nombre de “ése que está ahí en la fotografía, un hombre desnudo, sangrante, rodeado de curiosos, cuyo rostro persiste en la memoria, pero cuya verdadera identidad se olvida”. Desde la turbia atmósfera de aquella fotografía borrosa que alguien, tal vez un antiguo inquilino, había olvidado en algún resquicio mohoso, entre las páginas amarillentas de un libro, se desencadena una prosa obsesivamente descriptiva que parece emanar de una cámara fija, en cierto modo como la de Michel Butor que en aquellos años (Farabeuf fue publicada en 1965) significó una influencia importante —tanto como la de otros autores del nouveau roman— en los novelistas jóvenes mexicanos de aquella década.
Farabeuf aspira, pues, a ser la narración, la crónica de un instante, el instante de la fotografía. Mediante la acumulación de imágenes poéticas y el regodeo en el vocabulario técnico del instrumental quirúrgico, el inubicable narrador desafía la condición sucesiva, progresiva, del lenguaje escrito y se obstina en conseguir la simultaneidad del instante que, en todo caso, podría subdividirse en milésimas de segundo. Hay entrecruzamientos. Todo se entreteje y más que una continuidad cronológica lo que hay, dice Dermont F. Curley, es una serie de instantes congelados o mejor dicho un solo instante, aquel en el que el doctor Farabeuf tomó la fotografía del chino torturado.
La fotografía viene siendo entonces la más cruel de las memorias. De la fijación de la imagen en una placa irradian rayos de luz y sombras, el cloruro de plata que ha sido sometido a la acción de la luz se vuelve insoluble en amoníaco, y queda el rostro o el paisaje fijos que corren hacia atrás en la memoria, evocan un pasado cada vez más remoto y refrendan nuestra conciencia de la muerte.
“¿Hay algo más tenaz que la memoria?”
“El recuerdo no hubiera abarcado aquel momento. Más allá del suplicio la memoria se congelaba. Por eso, antes de liberarlo de aquellas amarras tensas, antes de desanclarlo como se desancla un marco al capricho de la marea, se habían entretenido todavía algunos minutos —él y ella— para tomar las fotografías. Lo habían fotografiado desde todos los ángulos. ‘Hay que ayudar a la memoria’, dijo ‘…la fotografía es un gran invento’.”
No sólo hay un regodeo en las múltiples connotaciones de la fotografías que atañen al tiempo, la memoria y la muerte, sino que el texto mismo añora, en un esfuerzo de escritura y estilo, ser como la fotografía misma que aspira a captar —en una de las milésimas de segundo que puede tener un instante—, el exacto momento de la muerte del chino torturado. Quiere concentrar en una misma percepción el pasado y el presente, no menos que el futuro. La ambición del novelista, en esta que podría estimarse como una novela experimental de 1965, es homologar la fotografía y la escritura.
“La fotografía —dijo el doctor Farabeuf— es una forma estática de la inmortalidad.”
“Fotografiad a un moribundo —dijo el doctor Farabeuf— y ved lo que pasa. Pero tened en cuenta que un moribundo es un hombre en el acto de morir y que el acto de morir es un acto que dura un instante, y que por lo tanto, para fotografiar a un moribundo es preciso que el obturador del aparto fotográfico accione precisamente en el único instante en el que el hombre es un moribundo, es decir, en el instante mismo en que el hombre muere.”
Si no es una novela sobre la fotografía exclusivamente, lo cierto es que si algo establece la trama de la novela es la fotografía. Las relaciones y conexiones que se van teniendo en la cadena narrativa promueven, gracias a la fotografía, “la fusión de diferentes tiempos y diferentes espacios en un solo instante”. (D.F. Curley)


La invención del padre

Hijo de un inmigrante judío austríaco y establecido en Kenosha, Wisconsin, Samuel Auster —el padre de Paul Auster— encarna la figura central de la primera parte de La invención de la soledad.
Glacial, paralizado desde el punto de vista amoroso, ausente, como desconectado de la vida, deviene, en la experiencia de su hijo, “un hombre invisible, para sí mismo y para los demás”.
Si el pasado se esconde, más allá del intelecto, en ciertos objetos materiales, como razonaba Marcel Proust, la circunstancia desencadenante de la memoria y la narrativa de Paul Auster se da por el vacío y las cosas que encuentra en la casa de su padre muerto, cuando abre su recámara y escudriña en sus roperos, observa las paredes sin pintar, repara en los grifos descompuestos y los utensilios de aseo, y advierte que aún hay por ahí unos vestidos de su madre no porque su padre, divorciado quince años atrás, se aferrara al pasado y hubiera querido preservar la casa como un museo sino porque más bien no se daba cuenta de nada y nada le importaba: “Lo gobernaba la negligencia, no la memoria”. El hombre no sabía manifestarse. No era capaz de una caricia. Llevaba la vida de un solitario, no como Emerson, que se aisló para conocerse, no como Jonás que rezaba para salvarse en el vientre de la ballena que lo salvó de ahogarse, sino en el sentido de alguien que se repliega, que se coloca en retirada, para no tener que verse ni dejar que lo vean los demás. Un hombre sin apetitos. La muerte en la vida. La muerte del deseo.
Entre los objetos materiales que dicen al muerto y lo caracterizan como personaje, y lo hacen perdurar de algún extraño modo, las fotografías abrigan para el hijo la ilusión de que podrían revelarle una verdad largamente ignorada. La búsqueda del padre se vuelve entonces inquisición, una pregunta planteada y desoída desde la infancia.
Y es precisamente aquí, cuando interviene en el relato la fotografía (incluida sólo en la edición inglesa de la novela), que se produce la epifanía, la revelación del padre y su impenetrable personalidad.
Una fotografía de grupo familiar congela desde principios del siglo XX la imagen de la abuela con sus cinco hijos: una niña y cuatro niños, uno de los cuales, el bebé de menos de un año que se sienta en el regazo de su madre, es el padre del narrador, Paul Auster. El abuelo, sin embargo, no está… pero estaba: fue recortado por alguien de manera grosera e iracunda porque la fotografía está rota, desgarrada, pegosteada, de tal modo que al fondo queda volando un árbol sin tronco y por debajo de las axilas de uno de los niños asoman las puntas de los dedos de un ser inexistente o excluido: el abuelo. Esta negación rencorosa no se queda en la mera metafísica de la entelequia fotográfica, pues, como vino a saber Paul Auster por unos recortes de periódico, su abuela asesinó de un balazo a su abuelo en 1919 delante de uno de los niños que sostenía una vela cuando su papá —el abuelo de Paul Auster— cambiaba un foco fundido. En la oscuridad y la penumbra. Todo esto hubo de percibirlo a su modo, a sus dos años, el padre de Paul. La abuela fue encarcelada luego de un juicio al que se hizo comparecer a los niños mayores, pero finalmente fue exculpada y obligada a emigrar hacia la costa Este.
En otra de sus novelas, Leviatán, Paul Auster agradece a la fotógrafa francesa Sophie Calle que le permitiera mezclar la realidad con la ficción. Y, en efecto, una de las líneas narrativas de la novela incorpora a la fotógrafa, llamada María, para contar cómo organizaba sus “proyectos” fotográficos a partir del azar. Pues es el caso que una mañana María salió un día con la idea de comprar película para su cámara, vio una libreta de direcciones tirada en al suelo y la recogió. A parir de entonces se propuso indagar el paradero de cada uno de los nombres que se enlistaban en la agenda. Los seguí. Los espiaba. Trataba de adivinar su ocupación y el modo de vida que llevaban a partir del azar, es decir, de las fotografías.
“Averiguando quiénes eran empezaría a aprender algo cerca del hombre que la había perdido. Sería un retrato en ausencia, un perfil trazado alrededor de un espacio vacío, y poco a poco del fondo iría surgiendo una figura, formada por todo lo que no era.”


Las babas del diablo

“Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar fotografías, actividad que debería enseñarse tempranamente a los niños pues exige disciplina, educación estética, buen ojo y dedos seguros.”
Con estas líneas —hacia la mitad de su cuento “Las babas del diablo”— Julio Cortázar introduce el mecanismo de la fotografía que le va a servir para descifrar una escena de la vida real. Se vale del encuadre, del revelado y de la amplificación, y a partir de la escena captada por la cámara el narrador personaje Roberto Michel (traductor y fotógrafo) va a elaborar toda una historia de perversidad sexual en un parque de París que a lo mejor sí está en la fotografía pero a lo mejor no: puede ser toda una invención del fotógrafo y un triunfo de su subjetividad o su idealismo como si a fin de cuentas la imagen registrada no fuera más que una pura ilusión: una ficción.
El desocupado fotógrafo cree ver una triangulación: la mujer de la banca que habla con el muchachito en realidad no está seduciéndolo para ella sino para el hombre del sombrero gris sentado al volante de un auto. “El hombre del sombrero gris estaba allí, mirándonos. Sólo entonces comprendí que jugaba un papel en la comedia.”
A partir de esa historia Michelangelo Antonioni elabora el guión de Blow up, su película de 1967, y le da —en un gesto de honestidad intelectual que quizá no era obligatorio— crédito al cuentista argentino. El énfasis o el añadido de Antonioni está en el final, al subrayar el carácter ilusorio de la fotografía en movimiento cuando un grupo de mimos juega al tenis con una pelota invisible y eso le permite a Joan Fontcuberta inferir que “las formas familiares del mundo encubren otra realidad, se reduce a que todo —la certeza fotográfica incluida— es pura ilusión”.
El negativo era tan bueno que el fotógrafo traductor preparó una ampliación, luego otra y otra, tan grande como un affiche. Tomó una foto de la ampliación y fijó la nueva copia en la pared, frente a su máquina de escribir, y de vez en cuando se quedaba mirándola. Había allí no una pistola entre el follaje, como en la película de Antonioni, sino una situación, en el sentido en que en inglés se dice we have a situation here.
“Estuvo un rato mirándola y acordándose, en esa operación comparativa y melancólica del recuerdo frente a la perdida realidad; recuerdo petrificado, como toda foto, donde nada faltaba, ni siquiera y sobre todo la nada, verdadera fijadora de la escena.”
La composición de lugar que establece la cámara, el encuadre no conscientemente elegido, la crónica de un instante decisivo, equivalen al planteamiento de una historia y un drama.
“Michel sabía que el fotógrafo opera siempre como una permutación de su manera personal de ver el mundo por otra que la cámara le impone insidiosa”, dice el personaje narrador de Cortázar. Y uno entiende esa ambigüedad tan propia de la literatura narrativa como de la fotografía.
Uno lee a Joan Fontcuberta y se entera de que para él “la fotografía pertenece al ámbito de la ficción mucho más que al de las evidencias. Fictio es el participio de fingere que significa inventar. La fotografía es pura invención. Toda la fotograía. Sin excepciones.” Pero luego uno escucha “ficción literaria” y le suena muy bien. Escucha ficción cinematográfica y no hay problema en entender la idea. Pero escucha “ficción fotográfica” y no le cuadra el concepto. No puede ser que sea ficción. Porque

“El ojo que ves no es
ojo porque tú lo veas.
Es ojo porque te ve.”



* * *

En dos de mis libros, el de ensayos Post scriptum triste y una novela corta, Todo lo de las focas, la fotografía tiene una función descriptiva, narrativa, y como pensamiento, como monólogo interior. Participa en el texto con la intención de caracterizar a un yo narrador personaje, un adolescente, acongojado entre la aparición del deseo y el miedo a hacer contacto con la mujer real y concreta. Opta por la relación imaginaria y la cámara fotográfica le sirve como una intermediación, como un intento de posesión indirecto.

* * *

Vago uncido a mi cámara fotográfica. La siento como un instrumento de relación. Me parece que no puedo seguir viendo a nadie, a ninguna mujer, con el único, desvalido, pobre recurso de mis ojos. De nada me sirve mi mirada desnuda: veo sin ver, veo sin aceptar la vida de los objetos, la palpitación incesante de la gente, sin conceder valor a la vida que pasa por la calle, al margen mío, en la que no he podido participar.
La niña de pantaloncitos cortos se sintió tomada en cuenta, se le daba un lugar en el mundo. La retraté como parte del conjunto, sin percatarme siquiera de que ella, individualmente, vibraba en medio de la composición de estanque, niños, senderos, estatua... se aisló, se fue alejando poco a poco de aquella parte del jardín y de aquel grupo de mujeres para alcanzarme y volver a caminar a mi lado y observarme de reojo.
Sé que me miraba y me veo de perfil junto a ella. El teleobjetivo de repuesto, cilíndrico y alargado, añadido a la cámara, salía erguido hacia enfrente. En cuanto la niña cambió de curso y entró en foco al separarse de mí, disparé. Disparé varias veces. Varias veces. Volví a disparar hasta quedarme sin película y sin aliento, hasta que el mecanismo que hace girar la cinta de película se trabó.
No tenía otra manera de mirar que a través del teleobjetivo. Buscaba una pareja y calculaba la toma: esperaba el instante del encuadre perfecto y al caminar y comprobar que la pareja me daba la espalda, reaccionaba instintivamente y hacía el disparo. Ese momento único muchas veces coincidía con la música de algún radio y bastaba esa intrusión inoportuna para impulsarme a reaccionar de inmediato y disparar el obturador como si pudiera fotografiar el sonido. Apresarlo. Detenerlo. Paralizarlo como ansiaba congelar las imágenes.
El cuarto oscuro del laboratorio olía a limón y allí fui guardando los cartuchos usados de película. Durante meses me limité a almacenarlos. Sólo entraba para fotografiarme como todas las mañanas delante del atril y cargar de nuevo la cámara. Salía a la calle, atento a los ángulos imaginarios que se formaban desde arriba del puente por donde el tren pasaba todas las noches. Abajo, las casas de Agua Caliente no alcanzaban a ocultar sus techos rojos entre los pirules. Era como un domingo en el patio de recreo de una escuela. Lo rodeaban encuadres silenciosos y tristes.

* * *

Los búngalos del casino, las banquetas de madera, las canchas de tenis, se veían sin gente. Tampoco en la playa vecina ni en las cercanías de los baños sulfurosos asomaba muestra alguna de vida. Sólo alguien, pequeño y ligero, rebotaba un balón en la cancha de básquet, tras la alambrada. Blanco y negro, el jugador solitario se movía frente a mí sin salirse nunca hacia los lados y, a pesar de la sudadera blanca y roja del club Pegasos, su imagen era una mancha en tonos grises. El jugador ensayaba varios tiros, saltaba corriendo, botando la pelota contra la cancha de arcilla, se alzaba de puntas y en la fracción de segundo que permanecía en el aire, en ese preciso, impremeditado instante, resultado de un movimiento perfectamente estudiado, lanzaba la pelota a la cesta, crecía por unos segundos y la arrojaba con todo su pequeño, rígido, fibroso cuerpo contra la canasta. El tablero quedaba temblando, tambaleándose un poco y rechinando. No me puse a disparar la cámara descaradamente. No. Me recosté en una banca y pronto me vi dentro de cuatro alambradas, como en el interior de una jaula en la que resonaban distantes los rebotes de la pelota.
Durante todo el tiempo que estuve sentado nunca caí en la cuenta de que el jugador (que debía tener entre doce y quince años, zapatillas blancas de tenis y el calzoncillo rojo de los Pegasos) llevaba puesta una gorra como de golfista, una de esas cachuchas irlandesas de lana, cosida a gajos, que se estilaban en las películas de Chaplin y que, sin embargo, no era ninguna de esas cosas sino una bien definida gorra de jockey. Por un momento, y sin venir aparentemente al caso, me puse a pensar en las fotos que había tomado de Beverly (cuando ella se vestía en el cuarto del hotel y yo le dije espérate, siéntate en ese sillón y déjame que te retrate) y que con los años perdieron su color en un archivo absurdo de cartas y objetos inútiles. Seguí sentado viendo al jugador solitario que seguía rebotando el balón infatigablemente. Crucé la pierna y allá enfrente, a cincuenta metros más o menos desde el marcador de la cámara, continuaba jugando la diminuta y delgada figura del jockey que poco a poco surgía delineándose a través del visor de la cámara hasta distinguirse con claridad. La silueta más o menos distante quedaba recortada en sus contornos y paulatinamente se iba centrando en el encuadre que yo elegía: el jugador o golfista, o jinete, o enano, estaba listo para ser atrapado definitivamente, para ser grabado en el celuloide sin que nadie pudiera evitarlo. La pelota cruzaba el aire. El jugador, exhibiendo la sudadera con las letras Pegasos bordadas, saltaba a recuperarla. El remate era perfecto. El salto de águila, impecable. El tiro desde atrás de la nuca, sin tocar el aro. De rebote. Desde la raya blanca, desde la esquina más alejada de la cancha. El rebote continuo entre las piernas. La bola girando en la punta del dedo. El jockey corría hacia dentro de la cámara, iba, venía, volvía, daba un salto largo como el salto triple de los atletas y ponía, colocaba, depositaba la pelota dentro de la cesta. Tiros libres. Tiros de media cancha. La cámara fotográfica dejó de funcionar. Volví a ponérmela sobre el pecho. Devolví el obturador al máximo como quien pone seguro a una pistola y guardé la cámara en su funda de cuero

* * *

Cuando aún no cumplo los 50 años, el azar deposita en mi panteón personal una fotografía que me regala mi prima Dora y que yo nunca vi entre los archivos de mi casa: en ella comparece mi padre ante de cumplir 25 años, hacia 1941, en una de las tabernas de Tijuana, vestido de cowboy. Su rostro de Tom Mix me contempla desde el lado derecho de la fotografía y yo me asomo a su mirada de 1941 y pienso que, entonces, todavía no nazco, aún no soy yo, pero de algún modo extraño ya he empezado a ser y a estar en el mundo.
Ni él ni yo volveremos a ser jóvenes.


Madrid, 4 de junio de 2009
http://campbellphoto.blogspot.com/
http://federicocampbell.blogspot.com/

Wednesday, May 20, 2009

Los escritores y la fotografía

La fotografía es una
lectura, no una escritura.

—Ferdinando Scianna



Desde que empezó a difundirse por todas partes el invento fotográfico en 1839 los primeros que reaccionaron fueron los escritores, sorprendidos como sucede siempre ante una novedad tecnológica. Les preocupaba el futuro de la pintura, especialmente el retrato. Es célebre el ensayo que al respecto escribió el poeta Charles Baudelaire.
Viene al caso el asunto porque el 4 de junio próximo se celebrará en Madrid un coloquio justamente sobre esta antigua reflexión sobre la fotografía que de manera muy perturbadora alude al tiempo, la memoria y la muerte.
En el encuentro madrileño, que forma parte del Festival Internacional de Fotografía PhotoEspaña 2009, varios investigadores, poetas, diseñadores gráficos, fotógrafos y escritores, discurrirán sobre las diferentes percepciones que se tienen desde la fotografía y desde la literatura. Algún de ellos se referirá tal vez a lo que, hoy en día, se reconoce como un pensamiento filosófico que gira en torno a la fotografía y que nunca como ahora había acumulado tantas fecundas teorías.
El tema se puede abordar desde dos perspectivas: lo que han pensado los escritores sobre la fotografía y, en segundo lugar, el uso de la fotografía como motivo o “personaje” de las historias de no pocos novelistas y cuentistas.
Para orgullo nuestro, podemos decir que una de las meditaciones más profundas y sabias que se han expresado sobre la fotografía es de Salvador Elizondo. Lo escribe en su ensayo sobre Nicéphore Niépce, que desde 1882 descubrió los principios en que se funda la ciencia o el arte de la fotografía.
A 180 años de distancia “de la primera detención visible del curso del tiempo”, escribe Elizondo, nos damos cuenta de que sin las realizaciones de Niépce las dos nociones en las que se sustenta la vida política y la vida de relación en general serían inconcebibles: la información y la comunicación. También serían imposibles dos de las más altas funciones del Estado: el archivo y la propaganda. Y es en su novela Farabeuf donde se ve, en la previsión de una estética, la función narrativa que va cumpliendo la fotografía en la representación de un suplicio chino o en la “crónica de un instante”.
Una de las narradoras mexicanas más inquietantes del momento, Guadalupe Nettel, ofrece como primer cuento de su libro Pétalos un relato cuyo personaje es hijo de un fotógrafo cirujano plástico especializado en oftalmología. Pero dentro de esta especialización se dedica sólo a fotografiar párpados de mujeres que pronto entrarán al quirófano.
Otro de nuestros escritores, Mario Bellatin, construye una fantasía japonesa al imaginar a un tal Nagaoka que fue fundamental para la concepción de lo fotográfico. Lo dice desde el título: Shiki Nagaoka: una nariz de ficción.
También Arturo Pérez-Reverte, en su novela El pintor de batallas, hace de la fotografía un mecanismo que intervendrá en la creación del artista frente al lienzo.
En La montaña mágica, de Thomas Mann, hay también un asunto amoroso que emana de la contemplación de una radiografía de tórax.
¿La radiografía es fotografía?
En “Las visitas”, un cuento de Rodrigo Moya, tiene su lugar la fotografía como detonante de la más cruel de las memorias.
Pero sin duda, al menos para la generación de los años 60, una de las utilizaciones más inventivas de la fotografía como recurso literario está en un famoso cuento de Julio Cortázar: “Las babas del diablo”. El personaje narrador descubre una situación turbia al amplificar uno de sus fotogramas. Por eso Michelangelo Antonioni reconoce en ese cuento la idea matriz de su película Blow up.

* * *

Cuidado:
“Las babas del diablo” también ha sido publicado como “Las barbas del diablo” y como “Las balas del diablo”. Donde dice barbas debe decir babas y donde dice balas debe decir babas.

Tuesday, February 26, 2008

La reivindicación de Robert Capa


No es cierto que Robert Capa no sea el autor de la famosa foto del republicano Federico Borrell García que tomó en el cerro de Muriano, al norte de Córdoba, el 5 de septiembre de 1936, durante la guerra civil española. Desde hace por lo menos diez años Richard Whelan, el biógrafo del gran periodista, investigó y dejó perfectamente establecido que la autoría de esa imagen es única e indudablemente de Capa.
Tal vez esta afirmación inequívoca no la hace todavía Whelan en la primera edición de Robert Capa: A Biography, publicada en 1985 por la editorial Knopf, en Nueva York. Sí la hace, en cambio y con sobra de detalles, en un texto para le exposición Robert Capa: Photographs, que el 14 de junio de 1998 se inauguró en el International Center of Photography Midtown de Nueva York.
La aclaración viene al caso porque se ha vuelto a repetir el infundio a propósito del descubrimiento, el 27 de enero pasado, de tres maletines de cartón con 127 rollos de película que guardaba Emérico Chiki Weisz (húngaro, amigo de la infancia de Capa en Budapest y exiliado en México) y que atesoran más de tres mil negativos atribuibles a Robert Capa, Maurice Oshron, David Seymour, Chiki Weisz, y la compañera de Capa, la alemana Gerda Taro que murió en la línea de fuego, en Brunete, bajo un bombardeo y aplastaba por un tanque republicano. Los negativos se encuentran en el International Center of Photography Midtown, a donde no se sabe quién los llevó (tal vez el mismo Chiki Weisz).
“El análisis de los carretes reaparecidos en los maletines permitirá esclarecer aspectos sobre la autoría, sobre la secuencialidad de las tomas y sobre historias controvertidas como la que rodea a la sin duda joya de la corona del trabajo de Capa: Muerte de un miliciano, publicada por primera vez en septiembre de 1936 en la revista francesa Vu y cuyo negativo no volvió a encontrarse”, escribió Javier Martín Domínguez en El País el pasado 29 de enero.
Gerda Taro usaba una Rollyflex de formato cuadrado, pero Robert Capa fue el primero en llevar al campo de batalla la Leica de 35 milímetros —y de formato rectangular, como el de la foto del miliciano— que ya estaba en el mercado desde los años 20 y con ella estampó la que tal vez sea la más importante y más controvertida foto en la historia de la guerra por sus implicaciones simbólicas (recuerda los fusilamientos de Goya durante la invasión napoléonica y la crucifixión de Cristo) y porque hubo alguien, el periodista británico O’Dowd Gallagher, que puso en entredicho —no sin inconsistencias— su autenticidad.
En efecto, a mediados de los años 70 Gallagher declaró que Capa había estado con él en un hotel de San Sebastián, y del lado franquista, el día en que supuestamente tomó la foto del miliciano. A partir de entonces corrió asimismo la malhadada especie de que Capa había hecho posar al miliciano republicano y se enrareció su hasta entonces indiscutido prestigio. Sin embargo, mientras conducía una serie de entrevistas para sobre Capa, Richard Whelan demostró no sólo que el viejo reportero inglés se había confundido (Capa no podía haber estado en el frente franquista porque lo hubieran arrestado o asesinado) sino que el miliciano había sido inequívocamente un muchacho de 24 años del pueblo de Alcoy, cerca de Alicante, que respondía al nombre de Federico Borrell García.
Más tarde, el biógrafo comprobó en los archivos del gobierno español que Federico Borrell García había muerto en el frente de Cerro Muriano, al norte de Córdoba, el 5 de septiembre de 1936 y la controversia se saldó en favor de Capa.
A mayor abundamiento, un paisano de Federico Borrell García, Mario Brotóns Jorda, reconoció que el hombre de la fotografía pertenecía al regimiento de Alcoy porque las cartucheras del muerto eran únicas, pues habían sido diseñadas y confeccionados por los talabarteros del pueblo con su propio estilo y no las usaban otros combatientes de la República. Además, Brotóns estableció en los archivos de Salamanca y Madrid que sólo un miembro de la milicia de Alcoy había muerto en el frente de Cerro Muriano el 5 de septiembre de 1936: Federico Borrell García.
Y no sólo eso: Brotóns le mostró la fotografía de Capa al hermano menor de Federico, Evaristo, y éste confirmó que todas las circunstancias de tiempo y lugar coincidían y que indiscutiblemente el soldado inmortalizado era su hermano.

* * *

A los cuarenta años Robert Capa pisó una mina en Vietnam, cerca de Thai-Binh, unos segundos después de haber tomado su última fotografía. Húngaro, nacido en 1913 y muerto en la línea de fuego en 1954, cámara en mano, obedecía en la vida legal al nombre de Endre Ernö Friedmann, pero como fotógrafo pasó a la historia con el pseudónimo que adoptó por sugerencia del amor de su vida, Gerda Taro.
Su obra fotográfica nos recuerda los años del periodismo escrito pretelevisivo, una época en que el lector tenía que imaginar tanto las imágenes del texto como las de la fotografía, en una suerte de intermediación preelectrónica y, por decirlo así, más literaria (o novelesca).
Judío, Robert Capa tuvo que emigrar de Budapest a París en 1933 y allí conoció a tres personas cruciales en su vida: David “Chum” Seymour. Henri Cartier-Bresson y Gerda Taro. Chiki Weisz lo ayudaba el revelado y todos participan en la creación de la agencia Alliance Photo en 1934.
Después de la derrota republicana, Capa se trasladó a Nueva York y de allí la revista Life lo mandó a fotografiar el desembarco de Normandía del que han quedado sus célebres instantáneas fuera de foco de la llamada en clave Omaha Beach. Entre una contienda y otra se dio una vuelta por México, el 7 de julio de 1940, y retrató a un manifestante almazanista asesinado por la policía y que ilustra en la portada de Porque parece mentira, la verdad nunca se sabe, del novelista mexicano Daniel Sada.
Al volver a Nueva York en 1947 fundó la primera agencia fotográfica de la historia, Magnum, junto con David Seymour y Cartier-Bresson, tomando el nombre de la botella de champaña con la que siempre celebraban.
También trabajando para Life, estuvo en John Steinbeck en la URSS (1947). Recibió la medalla de la Libertad, del Ejército de Estados Unidos, y cada año pasaba varias semanas en Israel entre 1948 y 1950. Nombrado presidente de la agencia Magnum en 1951 hace reportajes sobre personajes del cine y de la moda.
También vuelven a vivir en sus negativos los movimientos políticos callejeros de París de los años 30, los bombardeos de Bilbao, el adiós a las brigadas internacionales en Barcelona en 1938, los soldados de la China de 1938, las tropas aliadas en Troina y Monreale, Sicilia, en 1943, la algarabía de la liberación de París en 1944, y por supuesto las primeras escenas de Vietnam quince días después de la derrota de los franceses en Dienbienphu.


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Thursday, February 15, 2007

Fotos de Tijuana

A Alex Philips Jr,
in memoriam

A Tijuana la han retratado muchos fotógrafos, desde Sebastiao Salgado y Graciela Iturbide hasta Lourdes Grobet y Elsa Medina. Ahora en este libro, Letras de luz, preparado por Pablo Guadiana, los artistas de la cámara son tijuanenses: han crecido y viven en Tijuana, en la Tijuana interior, y tienen por tanto la visión desde adentro, no la del extranjero ni la del mexicano proveniente del sur.
Diez hombres y una mujer (Ivonne Venegas) comparecen en esta reunión de sombras y luces y cada una de sus miradas nos muestra y reconstruye una Tijuana particular y subjetiva. No hay dos Tijuanas iguales y con ello nos refrendan René Blanco, Miguel Cervantes, Alfonso Lorenzana, Manuel Bojórkez, Enrique Trejo, Roberto Córdoba, Julio Orozco, David Maung, Vidal Pinto y Yiri Manrique, que más que un discurso la fotografía es una lectura.
El trabajo del fotógrafo, dice Ferdinando Scianna, consiste en concentrar en un solo gesto la mirada, el azar y el pensamiento. Porque la fotografía no es únicamente un modo de ver sino también de sentir, de pensar el mundo y la vida. Y no otra cosa van revelando las imágenes de estos fotógrafos fronterizos. Y no se trata de una Tijuana como ciudad tradicionalmente trazada, con la plaza y la iglesia y el palacio municipal en el corazón. No. Se trata de una continuidad de parches, de un caos que constituye en sí mismo su propia estética.
Por lo común un libro referido a una ciudad suele poner en relación las calles y las casas, los edificios y las calles habitadas por transeúntes, la soledad o la algarabía de los parques, la vida cotidiana y el trajín de los mercados. Pero esa concepción editorial y fotográfica corresponde a la ciudad clásica del siglo XX: Barcelona, Paris, Londres, Nueva York incluso. La Tijuana del siglo XXI escapa a esa categoría urbana convencional y representa lo que configura una ciudad interpuesta, entre una cultura y otra, entra una economía y otra, en un planeta de siete mil millones de habitantes, con todas sus resonancias de población excesiva, de emigraciones e inmigraciones, de identidades nacionales despedazadas.
A René Blanco no le inquieta el trazo urbano —por lo demás inexistente— ni la ciudad material. Le atraen las escenas de violencia justamente por su excepcionalidad. Congela el rostro de Mario Aburto, asustado y sucio, justo un minuto después del crimen en Lomas Taurinas. Hay escenas en la sala de emergencias, enfermeros y ambulancias, féretros, y la foto de su propio padre acribillado, Jesús Blancornelas, al ser rescatado en una camilla.
Ese sesgo periodístico también lo tiene Miguel Cervantes Sahagún: sus personajes son muertos. “La muerte es mujer” titula una de sus tomas, la de un cadáver cuyo rostro cubre una bolsa de plástico. Páginas después cuelga de un poste el cuerpo sin vida de un electricista que recuerda a los colgados de la guerra cristera. Para Miguel Cervantes su trabajo fotográfico a lo largo de toda su vida en Tijuana ha sido una lucha contra el estereotipo que imponen los fotógrafos venidos de otras partes.
La mirada de Ivonne Venegas revela un mundo personal y cierto tipo de personajes. Porque lo fundamental de la fotografía para ella es una búsqueda de ese lado en el que “nos vemos como humanos, o en le que no se siente la obligación de cumplir con las apariencias falsas”.
Desde que hizo su libro Retratos desde Tijuana empezó a percibir una realidad que se le imponía, imágenes con una suave calidad de humana imperfección: “Muchas de las fotos eran instantes que podían ser vistos como errores, cosas que normalmente un fotógrafo de bodas desecha o edita, como fotos de asustados o de cuando alguien está apunto de llorar”.
Si bien en un principio Alfonso Lorezana se solazó en el retrato y en cierto modo en la búqueda del alma de personaje impresionado e impreso, con los años volvió su mirada hacia su entorno y abordó de nuevo el color y la dinámica urbana, “tratando de darle otra perspectiva a toda esa simbología efímera del grafitti y de las pintas anónimas que decoran las calles y los edificios de Tijuana”.
Si las afueras de Tijuana son el mar y el bordo que separa a los dos países, Roberto Córdoba ha estado allí en las inmediaciones, en los cañones de la orografía tijuanense, captando el flujo y el reflujo de la emigración. Imágenes que un día se ven más pobladas que otro, como si observara desde lo lejos un hormiguero, sus fotografías dan cuenta del drama de estar entre dos aguas, entre un mundo y otro que aún no se manifiesta.
Crónica de un instante, según Salvador Elizondo, elección del momento clave e inconsciente, según Cartier-Bresson, la fotografía también preserva la memoria y es memoria y pensamiento. Si el escritor piensa primero y escribe después, el fotógrafo actúa fotográficamente en cuanto piensa: escribe o graba pensamientos en el acto. En cierto modo, fotografía su propio pensamiento. Y en esa mirada siempre hay algo de inconsciente y espontáneo, no controlado, y por ello mismo si varios fotógrafos fotografían la misma cosa, el mismo rostro, la misma persona, sus placas nunca serán iguales, por un cambio de luz, por una diferencia de grado en el punto de vista. De ahi que tengamos aquí, entre estas páginas conmovedoras e inquietantes de Letras de luz, una multiplicidad de tijuanas que en la diversidad plástica conforman una sola, probablemente la que más se aproxima al imaginario colectivo de los tijuanenses.
Justo por su doble estatuto de documento y de representación subjetiva, la fotografía es la invención ambigua por excelencia en el caso ejemplar de estos once fotógrafos que siguen en la búsqueda del alma tijuanense. Sus fotos son la memoria, la lectura de una época y de un lugar que dejan para las subsiguientes generaciones.

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Sunday, April 02, 2006

Javier Ramírez Limón

DESIERTO DE ALTAR


“…tierras vertiginosas y aéreas...
tierras con un blanco resplandor
de esqueleto pelado por los pájaros…”

—J. L. Borges



De un momento a otro cambia el paisaje de arena. Uno no se da muy bien cuenta. Basta clavarse en la línea blanca de la carretera para volverse y ver que las dunas se han hinchado o se han horizontalizado en menos de cinco minutos. Y allí, en la lejanía que emerge como en las novelas de Guillermo Munro o Cormac McCarthy, puede levantarse una ráfaga de viento y finsísima arena que enrarece la vista y altera el ritmo de la respiración. Es el desierto de Altar.
De pronto la cámara de Javier Ramírez Limón capta “algo”, una situación. “No entendía nada, pero aquello me pareció raro, por decir lo menos. Sentí que muy a mi pesar tenía que desentrañar el misterio de la pick up.”
Así presenta el fotógrafo sonorense (Hermosillo, 1960) la secuencia de sus seis fotografías tomadas en algún lugar del desierto de Altar, entre Puerto Peñasco, Sonoita y San Luis Río Colorado. Ése será el triángulo de los médanos y los saguaros.
Una extraña camioneta blanca recibe la visita de unos hombres de a caballo a quienes sigue un potrillo, dependiente filial de una de las yeguas. El grupo de jinetes rodea al pick up y recoge o deposita algo. Luego, un muchacho corre entre el polvo y de espaldas a quien acciona la furtiva cámara. Pasa algo. En la última imagen sale de la nada otra camionta y se detiene. Tranquilos, unos hombres de cachucha beben cerveza.
“Sabía qie si nos separábamos cierto tiempo desaparecerías para siempre. Y yo tendría que juntar cada una de tus partes, como un rompecabezas”, escribe Ramírez Limón en el catálogo de su exposicion colgada en la Casa de la Imagen: Plaza de la Ciudadela 2, Centro Histórico, en el DF, hasta el 29 de enero.
Los “morros”, como les dicen a los niños pero también a las dunas, no son tan blandos. Las llantas de la camioneta y las patas de los caballos no parecen enterrarse. Van sobre terreno macizo.
Para mí allí –por la colocación de las seis fotografías en secuencia— se esconde un misterio criminal. Algo se transporta. Algo se recoge. Pero para otros espectadores se trata de un paseo de jovencitos en caballos rentados. Y no en el corazón del desierto, en las inmediaciones del cerro del Pinacate, sino en las afueras de una población. Andan dando la vuelta.
Sin embargo, lo que la fotografía inventa se arma de diversas maneras en la mente de cada observador. La alucinada mirada del fotógrafo mismo incorpora la sospecha y la revelación (el descubrimiento) en el cuarto oscuro del laboratorio, en una circunstancia de la luz y las letras imposible de no relacionar con aquel sensacional cuento de Julio Cortázar, “Las babas del diablo”, cuyo procedimiento narrativo reelaboró Antonioni en Blow up.
“Supuse que en la pick up blanca estaban todas tus piezas y que alguien las llevaría muy lejos para que yo no pudiera encontrarlas. Tuve que disparar la cámara para poder atraparte para siempre. Y ahora supongo que estarás ahí, esperándome…”, desliza Ramírez Limón añadiendo unos datos que la invención originada en la fotografía no necesita. Cada una de las fotos sugiere una historia oculta, pero la colocación, el orden, la progresión de todas las imágenes —en el orden natural de los números— es la que intriga al receptor.
Como la memoria, la fotografía no reproduce: inventa y opera como la imaginación.

Elsa Medina

LA LÍNEA DE SOMBRA

Al principio nos movíamos en un mismo territorio, en ninguna parte delimitado por la “línea internacional”. Trasladarse del centro de Tijuana a un cine de Chula Vista no comportaba en la práctica franquear alguna barrera tangible. Era como desplazarse en la misma zona de una cierta cotidianidad que tenía como marco el espacio binacional, sin telones de por medio. Eran los años de la infancia y los primeros de la postguerra (1946-1952). Aún se sentían algunas secuelas de la reciente conflagración mundial -los apagones antiaéreos de San Diego- y el flujo entre un país y otro era mucho menor que ahora. La ciudad andaba en los noventa mil habitantes, a pesar de que ya no se cruzaba, como en las primeras décadas del siglo, por la Puerta Blanca cuando los americanos se venían en sedienta manada a echarse el trago que allá les tenía prohibido el presidente Roosevelt con la ley seca. A la vuelta de los años, y paradójicamente desde que entró en funcionamiento el “tratado de libre comercio”, la muralla metálica y electrónica se ha ido ensanchando y alargando no como el proyecto de una arquitectura defensiva -no llega a ser arquitectura- sino como resultado de un constructivismo burdo, pragmático y “estratégico”. Por eso tal vez al poeta catalán Rubén Bonet se le ocurrió pensar que “todo Tijuana es una instalación”, como si fuera una propuesta plástica, refiriéndose a la oxidada valla de lámina -desecho de aeropistas militares- que constituye el muro disuasivo. El impedimiento es contundente: por aquí no pasa nadie ni habrá de pasar nadie por la barrera natural e infranqueable del desierto, el sol, la sed, la inanición y la deshidratación. Seres humanos no pueden pasar. Lo que sí puede pasar -y se deja pasar- son la coca, la mota y la heroína.
Los fotógrafos, mejor que nadie, han captado el drama de la inmigración que se ha exacerbado no sólo aquí, en la esquina noroccidental mexicana, sino en muchas otras partes del planeta. No pocos fotógrafos, como Sebastián Salgado, Graciela Iturbide, Lourdes Grobet, Roberto Córdoba y Vladimir Téllez, han congelado en sus imágenes los rostros de esta tragedia, pero en nuestra línea de fuego bajacaliforniana quien se ha empleado más a fondo con la cámara de 35 milímetros -rápida, instantánea, sin encuadres “de estudio”- ha sido Elsa Medina.
Durante los últimos dos años, la fotógrafa mexicana ha ido tomándole el pulso al hormiguero social desesperado, de noche, a mediodía, en la madrugada, al amanecer, a la hora del lobo de este fin de siglo cuando se presiente una amenaza o se descubren signos de un peligro inminente. La suya es la fotografía de los intersticios: la frontera agrietada por la que se cuela la esperanza y se deshace en la polvareda distante de la border patrol. Esta grieta o espacio lineal abierto que queda entre los dos cuerpos nacionales evoca -en la fotografía de profundidad- la monumental muralla china de inspiración militar o el territorio de Laconia en el que se asentaba la antigua Esparta griega y del que el arquitecto Richard Ingersoll ha deducido la expresión “campo lacónico” para referirse a la ciudad difusa, repleta de áreas deshilachadas, irregularmente urbanizadas, sin acontecimientos espaciales, privada de comunicación arquitectónica. Y no parece ser otra cosa este “campo lacónico” que comparece en la desolación indocumentada recogida por la lente de Elsa Medina, un campo conciso, de pocos elementos, como el de las afueras parchadas de Tijuana o las inmediaciones de San Ysidro, el Nido de las Águilas y el cañón de La Cabra. Pero si Esparta no necesitaba murallas y podía extenderse a lo largo de sus lacónicos espacios vacíos era porque, según Tucídides, “sus soldados eran sus murallas” del mismo modo en que ahora, en el confín mexicanoestadunidense, el ejército de la Patrulla Fronteriza hace de muralla defensiva y ofensiva ante la vulnerabilidad de la no infranqueable lámina por cuyos intersticios se ha introducido la Nikon de Elsa Medina.
¿Y qué vemos en sus fotos? Vemos unas patrullas diseminadas allá a lo lejos, en el cañón de La Cabra. Vemos las siluetas negras de unos doce agentes rubios de protuberantes escuadras y linternas al cinto, contra el sol del atardecer, justo en el instante del rayo verde que se cancela sobre la inmensidad del Pacífico. Vemos a un hombre solo en playas de Tijuana, con la mirada perdida hacia el norte de la barda herrumbrosa que corta las olas mar adentro. Vemos a un niño metido en su jorongo, a un adolescente sin país, a un anciano sin respaldo. Vemos un helicóptero que clava con sus reflectores a un campesino de Nayarit mientras, como araña fumigada, esconde su rostro con una cachucha de los Yanquees. Vemos un convoy de camionetas oficiales de doble tracción y motoconformadoras y tractores demarcando la “tierra de nadie”, esta expresión militar calificativa de la zona que queda entre una trinchera y otra y que nadie puede atravesar sin el riesgo de ser acribillado por un francotirador excitado de la border patrol. Vemos un montón de zapatos y botas usadas, signos de la caminata y la emigración, que alguien vende en el rincón de una calle. Vemos a un muchacho que coloca más de trescientas cruces blancas en el mural de un par de figuras negras, recuento de los migrantes muertos en la frontera. Vemos a un grupo de jóvenes que hacen su rancho aparte debajo de un árbol mientras esperan, esperan, esperan, en el cañón Zapata. Vemos a un grupo de trabajadores indocumentados que esperan ser contratados como eventuales en las calles Broadway y Pico de Los Ángeles. Vemos una mojonera en el Nido de las Águilas, en la porción limítrofe, establecida por la fuerza de las armas en 1848. Vemos la doble valla, el perímetro de seguridad, alambradas de púas como en las trincheras, censores sísmicos para rastrear a los caminantes subrepticios, telescopios infrarrojos de larga distancia, cámaras de video, instrumentos de detectación nocturna. Vemos una zona de guerra. Vemos un abandono de todos los gobiernos, vemos su indiferencia, vemos su sonrisa macabra y estúpida, vemos una conspiración contra el derecho al trabajo.
Sin embargo, la mirada de Elsa Medina no es la única que se tiene sobre la frontera nómada ni los indocumentados son los únicos seres que se afanan por sobrevivir en el corral de la frontera sedentaria.
Como voluntad y representación, la frontera está en todos los diccionarios de lugares comunes: la frontera de cristal, la frontera como herida, cicatriz, perímetro disuasivo, el corte, el machetazo histórico, el intersticio de la roca que llora, el muro, el confín, la tierra de nadie, la colisión, la colindancia, el telón, la valla, la sangre contigua, la literatura del umbral, la hora del lobo en el instante del amanecer cuando se cruza, el tránsito a la clandestinidad, la frontera del lenguaje, la esperanza, el fracaso, la raya pintada, la frontera invisible, la frontera de las serpientes, el túnel de éter en el que se convierte el viaje hacia la nada, la demencia fronteriza que se desencadena entre la madrugada y el alba, entre la realidad y el deseo, entre el hambre y la ingurgitación, entre la salud y la enfermedad, entre el asesino y la víctima, entre la juventud y la madurez (la línea de sombra), entre la vida y la muerte, el país frontera, entre algo y nada, entre la pena y la nada, la frontera roja.
Se ha desvanecido la noción misma de frontera o se ha transformado por las dislocaciones bélicas y políticas de Europa del Este. Los historiadores replantean su nueva conceptualización. No jurídica, puesto que sin fronteras no hay Estado. Pero sí cultural: la fusión de las lenguas, la mezcla de razas, la invasión de un habla por otra, la disolvencia -en sentido del montaje cinematográfico- de las mentalidades. Mientras los sociólogos se esmeran en la especulación de un país frontera -de todo un tronco nacional como frontera, entre el mundo desarrollado y el estancado, entre el inglés y el español, entre la producción y el consumo de bienes, servicios y estupefacientes, entre la exportación y la importación, entre la banca incontrolada y la desnacionalización del dinero-, los novelistas de la literatura del umbral o de los intersticios trafican con la inagotable vena de la frontera roja: los asesinatos en serie o “satánicos” que deglute la estética de matriz hollywoodense en la orgía sin fin de una violencia tan divertida como lucrativa. Se asimila el sentido psiquiátrico de los “estados fronterizos” -una instancia preesquizofrénica- a la experiencia cotidiana de la vida en la frontera, es decir: a la locura y la degradación de la convivencia civil.

Ivonne Venegas

EL ESPEJO DE LAS GEMELAS

Julieta y yo teníamos lunares
con los que mi papá nos identificaba.

-Yvonne Venegas


El problema del doble apareció mucho antes en la literatura que en la psiquiatría. Poetas y narradores prefreudianos, como Hoffmann, Edgar Allan Poe, Fedor Dostoievski, entrevieron en las capas oscuras de la personalidad la presencia física, real o imaginaria, de un “doble” en el que -nos informa Mario Pratz- el hombre cree ver la sombra de sí mismo proyectada por el inconsciente. Hoffmann, en Los elíxires del diablo, presenta el desdoblamiento de la personalidad como un fenómeno que convoca las potencias del mal, la instancia demoniaca que todos llevamos dentro.
Tanto Poe en su cuento “William Wilson” como Dostoievski en su novela El doble vislumbraron la comparecencia de la otra voz, el otro yo, el yo dividido, y confeccionaron diálogos del protagonista consigo mismo como si hablara con su propia conciencia. El yo narrador de Poe se ve tan acosado por las admoniciones de William Wilson, su doble: “una imitación de mi persona”, que termina por matarlo.
En el caso de Dostoievski, cuyos personajes siempre tienen un doble, la segunda voz no puede fundirse con Goliadkin. “Al contrario”, dice Mijail Bajtín, “en ella suena cada vez más el tono de una mofa traicionera. Esa voz provoca y se burla de Goliadkin, y al fin se quita la máscara. Aparece el doble. El conflicto interior se dramatiza; se inicia el juego de Goliadkin con el doble.”
Sin embargo, la más celebre historia de un desdoblamiento fue imaginada por Stevenson en El extraño caso del doctor Jekyll y Mister Hhyde, a partir de un sueño. El monstruo de lo que podría ser una metáfora de la depresión, o de la esquizofrenia, se apodera del doctor Jekyll y lo conduce a atropellar a una niña, tal y como asesina a un niño otro personaje desdoblado: Frankenstein, de Mary Shelley.
“Al otro, a Borges, es a quien ocurren las cosas”, escribe Jorge Luis Borges en “Borges y yo”.
“De Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores... No sé cuál de los dos escribe esta página.” ¿Y qué decir de su cuento “El otro”, cuando a Borges se la aparece Borges en Boston, frente al río Charles?
Los temas de la literatura se deslizan sin transición aparente a los de la vida misma y el de la otredad (el otro, el doble, el desdoblamiento, la identidad personal) circuló mucho, por lo menos hasta mediados de los años sesenta, en los estudios sobre los gemelos. Se tenía la esperanza de discernir algunos de los enigmas de la esquizofrenia y efectivamente los análisis no fueron del todo ociosos, cuando se trataba de gemelos autistas o retardados. Sin embargo -cuenta Oliver Sacks en su inquietante libro El hombre que confundió a su mujer con un sombrero- la realidad es mucho más extraña y compleja y menos explicable de lo que sugiere cualquiera de esos estudios.
En el relato que incluye, “Los gemelos”, Sacks se cuida de no generalizar y se refiere en concreto a los gemelos John y Michael que conoció en 1966 y llegaron a ser famosos por su excepcional memoria para los números y su capacidad para decir en qué día de la semana caía una fecha cualquiera de los próximos cuarenta mil años.
Lo que Sacks siente es que hay que verlos sin prejuicios, como individuos, no como “sujetos”, sin el ansia de delimitar o demostrar. “Uno ve que hay algo actuando allí que es sumamente misterioso, uno ve potencias y profundidades de un género quizá fundamental.”
Ciertamente no es fácil y sí muy angustiante el proceso de individuación por el que tiene que pasar el recién nacido durante sus primeros meses en este mundo, para volverse autónomo y distinguirse del otro y es de suponer que para los gemelos este paso puede ser una zozobra. Pero cada cabeza es un lenguaje y cada ser humano, irrepetible, afortunadamente. Por eso me ha conmovido mucho la valentía y la salud -y el talento- con que la fotógrafa Yvonne Venegas se ha atrevido a abordar el tema de la gemelidad -es hermana de la estupenda cantante y compositora tijuanense Julieta Venegas- en su libro El tiempo que pasamos juntas, de textos y fotografías, que adelanta en parte la revista Luna córnea, en su número 14.
“Tengo mis teorías acerca de relaciones como la nuestra. Creo que el haber compartido el vientre materno nos ha asignado a cada una una parte de lo que sería el temperamento de un individuo. Entonces se puede decir que al nacer nuestros temperamentos eran ambos el extremo del otro. Tal vez es como las relaciones de pareja de muchos años, en las que ya acostumbrados a estar juntos, han ido acomodándose a ser parte el uno del otro.
“Me han preguntado muchas veces si tomarle fotos a Julieta no es como tomarme fotos a mí misma. Pero vivir con una persona que es físicamente igual a uno desde que nació, no te convierte en un espejo de ella sino en su opuesto”, escribe Yvonne.

Ferdinando Scianna

DUERMO, LUEGO EXISTO

No es la menor de las fascinaciones que promueve la fotografía el que cada fotógrafo tome una foto distinta de cada rostro o de cada objeto. Por semejantes que sean las condiciones de la distancia o la luz, cada fotógrafo opta por una velocidad o un encuadre diferentes y proyecta lo más íntimo de sí mismo cuando elige un determinado fotograma y no otro. ¿Por qué uno, cuando es fotografiado, resulta otro y distinto según el fotógrafo: una invención del artista que siempre tiene algo extraño que ver con la muerte y la memoria?
Más rápido que el pensamiento va la imagen cuando se produce el “instante decisivo” del que hablaba Cartier-Bresson y lo que importa en definitiva, al final, es que las fotografías tengan alma y una cierta, muy particular mirada.
No es otro el caso del siciliano Ferdinando Scianna, nacido en Bagheria, a un paso de Palermo, el 4 de julio de 1943, y que acaba de publicar dos libros maravillosos: Dormire, forse sognare y Viaggio a Lourdes. En el primero se muestra fiel a su manía de retratar gente dormida a lo largo de sus viajes (en Colombia, India, África, Asia): un homenaje al durmiente (que es un animal sagrado, decía Pepe Revueltas), un inventario del sueño. El segundo es un reportaje sin palabras sobre la peregrinación de un grupo de italianos a Lourdes.
La primera noticia que tuve de Scianna fue por el crédito que se le daba en unos retratos fotográficos de escritores sicilianos, los mismos que por cierto adornan las paredes de la Librería Italiana aquí en México, en la plaza Río de Janeiro. Después lo conocí personalmente cuando se dio un brinco de Oaxaca -había estado fotografiando a unas modelos en Cuilapan- y nos tocó la puerta de nuestro departamento de Estocolmo, en la colonia Juárez. Nos pidió que lo acompañáramos a ver a Garciela Iturbide y a Manuel Álvarez Bravo. Al día siguiente Graciela lo llevó a visitar el archivo Casasola en Pachuca, que no quería perderse.
Scianna empezó a tomar fotografías desde muy joven, en 1960, a los 18 años, cuando estudiaba literatura y filosofía en la Universidad de Palermo. En 1962 conoció a alguien que habría de ser una de sus amistades más significativas (por su lazo afectivo y su afinidad artística): Leonardo Sciascia. Fotógrafo y escritor se conocieron porque una vez, cuando a los diecinueve años montaba su primera exposición en Bagheria, Ferdinando Scianna se encontró con una página en el libro de visitantes llena de elogios y entusiasmos, en tinta negra, firmada por alguien que por allí había pasado: Leonardo Sciascia.
Con el autor de Las parroquias de Regalpetra publicaría en 1965 Fiestas religiosas de Sicilia y elaboraría en 1989
-junto al maestro tipógrafo Franco Sciardelli, también siciliano avecindado en Milán- un bellísimo pequeño libro de toda su relación amistosa con el novelista siciliano, de 1964 a 1989. Como un pasaporte de elegante color negro, Leonardo Sciascia fotografato da Ferdinando Scianna inaugura no sólo una colección sino una idea editorial: la que pretende recoger una relación amistosa y creativa, entre un escritor y un fotógrafo a lo largo de muchos años (como la que podría realizar Ricardo Salazar con Juan Rulfo, Rogelio Cuéllar con Octavio Paz, Juan Miranda con Vicente Leñero o Paulina Lavista con Salvador Elizondo). Así, el curioso libro abre con una fotografía de Racalmuto, el pueblo de Sciascia en la región de Agrigento, y continúa con sucesivas imágenes del novelista hasta el día de su muerte. Se siente el paso del tiempo: la sonrisa de la madurez, la alegría del creador, la enfermedad que lo visita en sus últimos días de 1989.
Trasterrado a Milán a partir de 1966, Scianna emprende como fotógrafo independiente un intenso periodo de reportajes gráficos que lo llevaron a Estados Unidos, Africa, y América Latina.
Durante nueve años, de 1974 a l983, Scianna fue corresponsal en París de la revista italiana L'Europeo, pero de allí también se desplazaba a diversos lugares del mundo en los que había estado antes: el Chile de Salvador Allende, el Uruguay de los Tupamaros, la Etiopía de las hombrunas y las sequías, la Checoslovaquia donde los soldados rusos le apuntaron y secuestraron sus fotos. ECCO LE FOTO CHE I RUSI CI AVEVANO SEQUESTRATE, se leía en una portada de L’Europeo de 1968.
Unico italiano en el equipo de la agencia Magnun, fundada por Robert Capa y Henri Cartier-Bresson, el fotógrafo siciliano fue uno de los seleccionados para ilustrar el número de la revista American Photo (marzo-abril, 1992) dedicado al "Euro style", es decir, a los mejores fotógrafos europeos. Asimismo, en la sección fija de esa publicación que aparece en su última página, bajo el título de Case study, donde un fotógrafo cada mes despliega todo el instrumental -cámaras, lentes, exposímetros- que sale de sus bolsas, el fotógrafo elegido para ese número de 1993 fue Ferdinando Scianna. "Respeto mucho mi equipo. Pero no soy un coleccionista de cámaras. Una cámara tiene que trabajar bien. Eso es todo", declaró entonces, mientras mostraba dos Nikon FM2, una Canon EOS 10S, una Nikon N6006 y otra Nikon F-801 (la versión europea de la N8008).
No es fácil decidir cuál es el libro de Ferdinando Scianna que mejor representa su sensibilidad de hombre y de artista, su mirada, su no infrecuente tristeza, su compasión.
En todas sus fotografías se entrevé la misma mirada, ese ojo del inconsciente que atrapa el "instante decisivo" sin que medie ninguna premeditación intelectual entre su retina y la realidad congelada, aunque "cada fotografía sea un pensamiento: un pensamiento visible", como dice Manuel Vázquez Montalbán en el prólogo que escribió para Le forme del caos: una summa de toda la obra de Scianna a lo largo de los últimos 30 años.
Precisamente en esa muestra antológica que fue Le forme del caos, inaugurada en la romana Villa Medici el 29 de junio de 1992, las imágenes de la Sicilia de Scianna recorren las salas de la galería: desde las fiestas religiosas de los años 60 a las últimas tomas de la modelo holandesa Marpessa.
Puede disfrutarse en sus páginas el recorrido que por este mundo ha hecho el fotógrafo, desde la imagen de un perro escuálido que sorprendió en una de las calles de Benares (India) hasta otra de Jorge Luis Borges que le tomó en Palermo en 1984. Multitudes en Etiopía o en la India, rostros que se aparecen y se escabullen en diversos pueblos sicilianos, mujeres cubiertas del rostro en parajes tunesinos, testimonios del horror y la desolación en las heladas avenidas de Nueva York o en el metro parisino, van permitiendo adivinar la mirada de un fotógrafo de nuestro tiempo que quizás ha logrado su libro más redondo en Kami.
El título del volumen es el mismo del pueblo minero de los altos bolivianos -en actividad desde 1908, pero extraordinariamente productivo en los años 30 cuando se le descubre tungsteno y es adquirido por Simón I. Patiño- que frecuentó Ferdinando Scianna en 1987. "El campamento donde viven estos hombres y mujeres y niños, estos mineros, se llama Kami, como la montaña de la cordillera de los Andes bolivianos, a más de 3 800 metros de altitud", cuenta en el prólogo el fotógrafo-reportero-escritor. En Kami, Bolivia, los nombres que designan la historia y la geografía son nombres de montañas y minas que en su "oscuro y duro vientre insinúan cientos de kilómetros de galerías: el cerro de Potosí, que durante siglos fue le ubre generosa de oro y plata y uno de los centros del mundo, Llallagua, Catavi, Siglo XX, Huanuni, Milluni, Kami..."
Los testimonios de los mineros, pocos, muy suscintos, acompañan las fotografías del frío y de las bodas, la banda de música de las ceremonias familiares, los óvalos de rostros y sombreros y panes recién horneados, las henchidas mejillas de la coca, las fotos en las paredes del hijo uniformado y ausente, los cascos metálicos con foco al frente, los afelpados bombines de las mujeres.
Ha sido ésta, pues, la descripción de la realidad de Kami, no completa ni exhaustiva, que ha hecho Ferdinando Scianna. "Para que fuese completa debí haber utilizado el lenguaje del médico, del antropólogo, del sociólogo, del economista, del historiador, del político. Pero no tengo ninguno de estos oficios. Tan sólo la he hecho de fotógrafo, con humildad, con orgullo, tratando de utilizar lo mejor que pude los instrumentos de mi propio lenguaje", dice Scianna.
"Durante mi último viaje a Kami expuse parte de las fotografías en el hospital. Toda la gente del campamento vino a verlas. Las señalaban riendo. Muchos me pidieron unas copias. Espero que se hayan reconocido en estas fotografías de la misma manera en que yo, a través de las mismas, he tratado de reconocerme en ellos."
Otro de sus más recientes libros, Marpessa-Un racconto, en el que retrata a la modelo Marpessa en las calles y los rincones de varios pueblos sicilianos, como su nativa Bagheria, puede parecer paradójico si se recuerda la trayectoria del fotógrafo: sus imágenes de las fiestas religiosas, sus instantáneas de los soldados soviéticos en las calles de Praga, el cadáver de una víctima de la mafia, las multitudes de la sequía y la hombruna en las zonas rurales de Etiopía, la desolación de ciertos habitantes neoyorkinos o parisienses, los puentes de Manhattan, los asistentes a los funerales de Sartre en un cementerio de París, los rostros de los mineros de Kami, Bolivia, que componen Kami, su mejor libro, su obra maestra tal vez. Sin embargo, tanto sus trabajos para la industria de la moda como sus reportajes gráficos forman parte de una obra integral que no puede parcelarse, y la prueba de esta manera de integrar la trivialidad de la moda a la soledad de los rostros en los rincones de los pueblos meridionales está en cada una de las páginas de Alrove, reportage di moda, el recuento de un fotógrafo que en el mundo de las modelos da continuidad a su muy personal percepción de la vida.
Fotógrafo que sabe escribir, Scianna se encarga asimismo del prólogo de Il piaciere di leggere (Ed. Franco Sciardelli, Milán, 1997) que reúne las fotos del húngaro Andrè Kertész, muerto en Nueva York en 1985: personajes de diversos tiempos y lugares (Nueva York, París, Budapest) que cometen en un basurero o en un parque, en una azotea o en un tren, el acto antisocial de nuestro tiempo: leer.
“Kertész propone, me parece, en este momento histórico, otras interrogantes de fondo, como quien se pregunta si el sentido de las cosas aún se puede leer -o escribir-, o si la lectura todavía es el gran juego a través del cual se descifra el mundo. Cosa que, después de haberlo sido durante siglos, para bien o para mal, ya no estamos seguros de que siga siéndolo. Aunque se puede creer, cuando vemos las fotografías de Kertész, que el mundo es un gran libro”, escribe Scianna.
Como casi todos los fotógrafos y todos los artistas, Scianna no es afecto a andar dando explicaciones de sus obras. Sin embargo, al final de Dormire, sognare forse incorpora esta anotación:
“Si la realidad es, como yo creo, el espejo del fotógrafo, y no a la inversa, recorrer las decenas de miles de imágenes que durante tantos años nos va entregando la cámara es como verificar aquella terrible hipótesis de Vitaliano Brancati: que una imagen al día del rostro de un hombre, desde el nacimiento a la muerte, no es sino la vertiginosa proyección de una vida.”

Robert Capa

LA FOTO DEL MILICIANO


A los cuarenta años Robert Capa pisó una mina en Vietnam unos segundos después de haber tomado su última fotografía. Húngaro, nacido en 1913 y muerto en la línea de fuego en 1954, obedecía en la vida legal al nombre de Endre Ernö Friedmann, pero como fotógrafo pasó a la historia con el pseudónimo que adoptó cuando empezaba a cubrir la guerra civil española en 1936.
Su obra fotográfica -un documento histórico invaluable sobre la condición humana, la grandeza de la gente común y corriente, la capacidad de ternura y de conmiseración de la gente, la guerra- nos recuerda la época del periodismo escrito pretelevisivo, unos años en que el lector tenía que imaginar tanto las imágenes del texto como las de la fotografía, en una suerte de intermediación preelectrónica por así decirlo mas literaria.
Judío, Robert Capa tuvo que emigrar a París en 1933 y allí conoció a tres personas cruciales en su vida: David “Chum” Seymour. Henri Cartier-Bresson y Gerda Tarö, la fotógrafa alemana con la que incursionó en España durante los primeros meses de la guerra civil y fue el gran amor de su vida. De esos días es precisamente la foto del miliciano congelado por su cámara en el instante mismo de su muerte súbita el 5 de septiembre de 1936, en el frente de Córdoba, cerca del cerro de Muriano, y que habría de depararle su gloria mayor como fotógrafo.
Después de la derrota republicana, Capa se trasladó a Nueva York y de allí la revista Life lo mandó a fotografiar el desembarco de Normandía del que han quedado sus célebres instantáneas fuera de foco de Omaha Beach. Entre una contienda y otra se dio una vuelta por México, el 7 de julio de 1940, y retrató a un manifestante almazanista asesinado por la policía. También sobreviven en sus negativos los movimientos políticos callejeros de París de los años 30, los bombardeos de Bilbao, el adiós a las brigadas internacionales en Barcelona en 1938, los soldados de la China de 1938, las tropas aliadas en Troina y Monreale, Sicilia, en 1943, la algarabía de la liberación de París en 1944, y por supuesto las primeras escenas de Vietnam quince días después de la derrota de los franceses en Dienbienphu.
Al volver a Nueva York en 1947 fundó la primera agencia fotográfica de la historia, Magnum, junto con David Seymour y Cartier-Bresson, tomando el nombre de la botella de champaña con la que siempre celebraban.
Capa fue el primero en llevar al campo de batalla la Leica de 35 milímetros que ya estaba en el mercado desde los años 20 y con ella estampó la que tal vez es la más importante y más controvertida foto en la historia de la guerra porque hubo alguien, el periodista británico D’Dowd Gallagher, que puso en entredicho su autenticidad.
En efecto, a mediados de los años 70 Gallagher declaró que Capa había estado con él en un hotel de Barcelona el día en que supuestamente tomó la foto del miliciano. A partir de entonces corrió asimismo la especie de que Capa había hecho posar al miliciano republicano y se enrareció su hasta entonces indiscutido prestigio. Sin embargo, mientras conducía una serie de entrevistas para su biografía sobre Capa el periodista norteamericano Richard Whelan demostró no sólo que el viejo reportero inglés se había confundido sino que el miliciano había sido inequívocamente un muchacho de 24 años del pueblo de Alcoy, cerca de Alicante, y que se llamaba Federico Borrel García.
Más tarde, el biógrafo comprobó en los archivos del gobierno español que Borrel García había muerto en el frente de Cerro Muriano, al norte de Córdoba, el 5 de septiembre de 1936 y la controversia se saldó en favor de Capa.
A mayor abundamiento, un paisano de Federico Borrel García, Mario Brotóns Jorda, reconoció que el hombre de la fotografía pertenecía al regimiento de Alcoy porque las cartucheras del muerto eran únicas, pues habían sido diseñadas y confeccionados por los talabarteros del pueblo con su propio estilo y no las usaban otros combatientes de la República. Además, Brotóns estableció en los archivos de Salamanca y Madrid que sólo un miembro de la milicia de Alcoy había muerto en el frente de Cerro Muriano el 5 de septiembre de 1936: Federico Borrel García.
Y no sólo eso: Brotóns le mostró la fotografía de Capa al hermano menor de Federico, Evaristo, y éste confirmó que todas las circunstancias de tiempo y lugar coincidían y que indudablemente el miliciano inmortalizado era su hermano.