Thursday, February 10, 2011

Las palabras y las fotos

Siempre que el escritor se enfrenta a una fotografía —sobre todo de sí mismo— o a la obra ya cumplida de un fotógrafo reincide en la tentación de traducir en palabras la experiencia. De golpe la intención comporta una frustración parecida a la que emana de una página en blanco, una nube o una forma plástica, caprichosa y abstracta, pero pronto las sugerencias de la luz y del tiempo, del espacio y del más allá, empiezan a configurarse cuando de los líquidos del revelado en el cuarto oscuro y bajo una penumbra de foco rojo triunfan poco a poco los contornos, los blancos y los grises y los negros y las sombras de una fotografía.
El escritor se sitúa ante un fenómeno de la memoria y del tiempo: una placa que convoca en un instante detenido, y a primera vista, todas las asociaciones (el paso de los años, la identidad personal, el desvanecimiento de la infancia, la convivencia con hombres y mujeres de otro siglo, la supervivencia de seres extinguidos) que ha procurado la literatura.
No fue menos impactante el nacimiento de la fotografía (cuando en 1839 Nicéphore Niépce se asocia con Daguerre) para los escritores que para los pintores. Su inquietante aparición hizo que se cimbrara el naturalismo de los retratistas del pincel y que se pusiera en entredicho la relación misma de los novelistas —como Balzac y Zola— ante la “realidad”. Se creía, como explicaba, que “un retrato ejecutado por un pintor es una interpretación, es decir: una deformación, mientras que una fotografía, por el contrario, es objetiva y dice la verdad”.
Quienes mejor han escrito entre nosotros, en México, sobre la fotografía han sido Octavio Paz y Salvador Elizondo.
En el prólogo a Instante y revelación (treinta poemas de Octavio Paz y sesenta fotografías de Manuel Álvarez Bravo), México, 1982, el poeta recuerda el estupor que en 1859 causó en Baudelaire la irrupción de la fotografía, a la que entonces sólo se le atribuía un valor como medio de reproducción de la realidad visible y de información científica. Baudelaire olvidaba, escribe Paz, que “detrás de la lente fotográfica hay un hombre: una sensibilidad y una fantasía. Un punto de vista”. Se le consideraba demasiado cerca de la pintura, pero después fue “pintura de aquello que vemos con los ojos cerrados”, hasta individualizarse como un arte distinto.
Si la foto aprisiona y detiene el tiempo, el cine “deshiela la imagen fija”, piensa Paz: “En la fotografía se conjugan subjetividad y objetividad: el mundo tal cual lo vemos pero, asimismo, visto desde un ángulo inesperado o en un momento inesperado”. Porque la fotografía congela un fragmento de la realidad, es una prolongación de la vista y es, a un tiempo, la fijeza del instante, pero “es algo que no vio el ojo o que no pudo retener la memoria. La cámara es, todo junto, ojo que mira, la memoria que preserva y la imaginación que compone. Imaginar, componer y crear son verbos colindantes. Por la composición, la fotografía es arte”.

Como decíamos, otra de las meditaciones más profundas y sabias que se han expresado en México sobre la fotografía es de Salvador Elizondo. Lo escribe en su ensayo sobre Nicéphore Niépce, que desde 1822 descubrió los principios en que se funda la ciencia o el arte de la fotografía.
A 180 años de distancia “de la primera detención visible del curso del tiempo”, nos damos cuenta de que sin las realizaciones de Niépce las dos nociones en las que se sustenta la vida política y la vida de relación en general serían inconcebibles: la información y la comunicación.
“Dos de las más altas funciones del Estado, el archivo y la propaganda, serían imposibles sin el descubrimiento de este medio de expresión menos perfecto pero más verosímil que la escritura descriptiva.”
Sin el gran invento del siglo XIX tampoco se hubieran desarrollado la policía científica, la investigación criminológica y, sobre todo en tiempos de guerra, el espionaje hacia fuera y hacia adentro: el control de los ciudadanos.
En su libro Contextos, Salvador Elizondo enhebra las palabras con precisión quirúrgica y no sólo anota los avatares científicos que recorrió la investigación química para fijar las imágenes desde finales del siglo XVIII; también reflexiona en la impregnación fotográfica que ha pigmentado el carácter cotidiano de nuestra vida. Podrá realizase una boda sin anillos, me pareció leer en alguna parte, pero nunca sin la foto de estudio. En nuestro panteón más íntimo, el álbum familiar, comparecen los seres que nos precedieron y detonan el fluir de la memoria. No hablamos con los muertos, pero los vemos en su instante congelado y ellos nos ven desde aquel instante de su historia. La imagen del niño que fuimos nos habla de una de nuestra muertes intermedias: la presencia fotográfica de un ser que desapareció sin morirse, al desvanecimiento irremediable de la infancia. “¿Dónde está el niño que yo fui”, se pregunta Pablo Neruda, “sigue dentro de mí o se fue?”
No deja de asombrarse Elizondo ante las producciones de Niépce y Daguerre: la magnitud de su realización sólo es comparable a la de Gutenberg, dice: Niépce “opuso un dique momentáneo al cauce heraclíteo que en cierta forma nos permite bañarnos dos veces en el mismo río”.
En un tono de En busca del tiempo perdido, que evoca al hombre atónito ante la imagen viva de los muertos, Salvador Elizondo, también autor de Camera lucida, siente que “nuestros panteones personales tienen la forma de un álbum fotográfico y la fotografía no sólo impregna nuestra memoria y la historia en la que estamos situados sino que además —como el espejo de Mefistófeles que muestra al doctor Fausto la forma del Ideal y retiene las imágenes— es capaz de mostrarnos la figura instantánea, si no la presencia concreta, de una forma fugaz, y por fugaz ideal”.
¿Y cómo el que fuera considerado un invento diabólico no iba a colorear de otro modo la literatura, e incluso la filosofía? ¿Cómo no iba a significar un cambio la combinación de las propiedades ópticas de la cámara con las propiedades químicas de las salas de plata —que culminan en la fijación de la imagen—, si esa revelación alude al problema del tiempo, la memoria y la muerte?
El tema se puede abordar desde dos perspectivas: lo que han pensado los escritores sobre la fotografía y, en segundo lugar, el uso de la fotografía como motivo o “personaje” de las historias de no pocos novelistas y cuentistas. Nos limitaremos a este segundo criterio.
Y es precisamente en Farabeuf o la crónica de un instante, la novela de Salvador Elizondo, donde se ve la función narrativa que va cumpliendo la fotografía alrededor de un suplicio chino.


Crónica de un instante

“La fotografía es tortura, sacrificio y éxtasis religioso, pero también es operación quirúrgica y orgasmo sexual”, escribe Dermot F. Curley, el exégeta más destacado de las obras de Elizondo.
Y es que entre las páginas de la novela se intercala la fotografía de un suplicio chino. La imagen acompaña y rodea al texto. Al caer en la primera escena unas monedas sobre una mesa, que producen un leve tintineo, un pequeño ruido metálico, el narrador alude al método chino de adivinación mediante hexagramas simbólicos, y entonces alguien balbucea el nombre de “ése que está ahí en la fotografía, un hombre desnudo, sangrante, rodeado de curiosos, cuyo rostro persiste en la memoria, pero cuya verdadera identidad se olvida”. Desde la turbia atmósfera de aquella fotografía borrosa que alguien, tal vez un antiguo inquilino, había olvidado en algún resquicio mohoso, entre las páginas amarillentas de un libro, se desencadena una prosa obsesivamente descriptiva que parece emanar de una cámara fija, en cierto modo como la de Michel Butor que en aquellos años (Farabeuf fue publicada en 1965) significó una influencia importante —tanto como la de otros autores del nouveau roman— en los novelistas jóvenes mexicanos de aquella década.
Farabeuf aspira, pues, a ser la narración, la crónica de un instante, el instante de la fotografía. Mediante la acumulación de imágenes poéticas y el regodeo en el vocabulario técnico del instrumental quirúrgico, el inubicable narrador desafía la condición sucesiva, progresiva, del lenguaje escrito y se obstina en conseguir la simultaneidad del instante que, en todo caso, podría subdividirse en milésimas de segundo. Hay entrecruzamientos. Todo se entreteje y más que una continuidad cronológica lo que hay, dice Dermont F. Curley, es una serie de instantes congelados o mejor dicho un solo instante, aquel en el que el doctor Farabeuf tomó la fotografía del chino torturado.
La fotografía viene siendo entonces la más cruel de las memorias. De la fijación de la imagen en una placa irradian rayos de luz y sombras, el cloruro de plata que ha sido sometido a la acción de la luz se vuelve insoluble en amoníaco, y queda el rostro o el paisaje fijos que corren hacia atrás en la memoria, evocan un pasado cada vez más remoto y refrendan nuestra conciencia de la muerte.
“¿Hay algo más tenaz que la memoria?”
“El recuerdo no hubiera abarcado aquel momento. Más allá del suplicio la memoria se congelaba. Por eso, antes de liberarlo de aquellas amarras tensas, antes de desanclarlo como se desancla un marco al capricho de la marea, se habían entretenido todavía algunos minutos —él y ella— para tomar las fotografías. Lo habían fotografiado desde todos los ángulos. ‘Hay que ayudar a la memoria’, dijo ‘…la fotografía es un gran invento’.”
No sólo hay un regodeo en las múltiples connotaciones de la fotografías que atañen al tiempo, la memoria y la muerte, sino que el texto mismo añora, en un esfuerzo de escritura y estilo, ser como la fotografía misma que aspira a captar —en una de las milésimas de segundo que puede tener un instante—, el exacto momento de la muerte del chino torturado. Quiere concentrar en una misma percepción el pasado y el presente, no menos que el futuro. La ambición del novelista, en esta que podría estimarse como una novela experimental de 1965, es homologar la fotografía y la escritura.
“La fotografía —dijo el doctor Farabeuf— es una forma estática de la inmortalidad.”
“Fotografiad a un moribundo —dijo el doctor Farabeuf— y ved lo que pasa. Pero tened en cuenta que un moribundo es un hombre en el acto de morir y que el acto de morir es un acto que dura un instante, y que por lo tanto, para fotografiar a un moribundo es preciso que el obturador del aparto fotográfico accione precisamente en el único instante en el que el hombre es un moribundo, es decir, en el instante mismo en que el hombre muere.”
Si no es una novela sobre la fotografía exclusivamente, lo cierto es que si algo establece la trama de la novela es la fotografía. Las relaciones y conexiones que se van teniendo en la cadena narrativa promueven, gracias a la fotografía, “la fusión de diferentes tiempos y diferentes espacios en un solo instante”. (D.F. Curley)


La invención del padre

Hijo de un inmigrante judío austríaco y establecido en Kenosha, Wisconsin, Samuel Auster —el padre de Paul Auster— encarna la figura central de la primera parte de La invención de la soledad.
Glacial, paralizado desde el punto de vista amoroso, ausente, como desconectado de la vida, deviene, en la experiencia de su hijo, “un hombre invisible, para sí mismo y para los demás”.
Si el pasado se esconde, más allá del intelecto, en ciertos objetos materiales, como razonaba Marcel Proust, la circunstancia desencadenante de la memoria y la narrativa de Paul Auster se da por el vacío y las cosas que encuentra en la casa de su padre muerto, cuando abre su recámara y escudriña en sus roperos, observa las paredes sin pintar, repara en los grifos descompuestos y los utensilios de aseo, y advierte que aún hay por ahí unos vestidos de su madre no porque su padre, divorciado quince años atrás, se aferrara al pasado y hubiera querido preservar la casa como un museo sino porque más bien no se daba cuenta de nada y nada le importaba: “Lo gobernaba la negligencia, no la memoria”. El hombre no sabía manifestarse. No era capaz de una caricia. Llevaba la vida de un solitario, no como Emerson, que se aisló para conocerse, no como Jonás que rezaba para salvarse en el vientre de la ballena que lo salvó de ahogarse, sino en el sentido de alguien que se repliega, que se coloca en retirada, para no tener que verse ni dejar que lo vean los demás. Un hombre sin apetitos. La muerte en la vida. La muerte del deseo.
Entre los objetos materiales que dicen al muerto y lo caracterizan como personaje, y lo hacen perdurar de algún extraño modo, las fotografías abrigan para el hijo la ilusión de que podrían revelarle una verdad largamente ignorada. La búsqueda del padre se vuelve entonces inquisición, una pregunta planteada y desoída desde la infancia.
Y es precisamente aquí, cuando interviene en el relato la fotografía (incluida sólo en la edición inglesa de la novela), que se produce la epifanía, la revelación del padre y su impenetrable personalidad.
Una fotografía de grupo familiar congela desde principios del siglo XX la imagen de la abuela con sus cinco hijos: una niña y cuatro niños, uno de los cuales, el bebé de menos de un año que se sienta en el regazo de su madre, es el padre del narrador, Paul Auster. El abuelo, sin embargo, no está… pero estaba: fue recortado por alguien de manera grosera e iracunda porque la fotografía está rota, desgarrada, pegosteada, de tal modo que al fondo queda volando un árbol sin tronco y por debajo de las axilas de uno de los niños asoman las puntas de los dedos de un ser inexistente o excluido: el abuelo. Esta negación rencorosa no se queda en la mera metafísica de la entelequia fotográfica, pues, como vino a saber Paul Auster por unos recortes de periódico, su abuela asesinó de un balazo a su abuelo en 1919 delante de uno de los niños que sostenía una vela cuando su papá —el abuelo de Paul Auster— cambiaba un foco fundido. En la oscuridad y la penumbra. Todo esto hubo de percibirlo a su modo, a sus dos años, el padre de Paul. La abuela fue encarcelada luego de un juicio al que se hizo comparecer a los niños mayores, pero finalmente fue exculpada y obligada a emigrar hacia la costa Este.
En otra de sus novelas, Leviatán, Paul Auster agradece a la fotógrafa francesa Sophie Calle que le permitiera mezclar la realidad con la ficción. Y, en efecto, una de las líneas narrativas de la novela incorpora a la fotógrafa, llamada María, para contar cómo organizaba sus “proyectos” fotográficos a partir del azar. Pues es el caso que una mañana María salió un día con la idea de comprar película para su cámara, vio una libreta de direcciones tirada en al suelo y la recogió. A parir de entonces se propuso indagar el paradero de cada uno de los nombres que se enlistaban en la agenda. Los seguí. Los espiaba. Trataba de adivinar su ocupación y el modo de vida que llevaban a partir del azar, es decir, de las fotografías.
“Averiguando quiénes eran empezaría a aprender algo cerca del hombre que la había perdido. Sería un retrato en ausencia, un perfil trazado alrededor de un espacio vacío, y poco a poco del fondo iría surgiendo una figura, formada por todo lo que no era.”


Las babas del diablo

“Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar fotografías, actividad que debería enseñarse tempranamente a los niños pues exige disciplina, educación estética, buen ojo y dedos seguros.”
Con estas líneas —hacia la mitad de su cuento “Las babas del diablo”— Julio Cortázar introduce el mecanismo de la fotografía que le va a servir para descifrar una escena de la vida real. Se vale del encuadre, del revelado y de la amplificación, y a partir de la escena captada por la cámara el narrador personaje Roberto Michel (traductor y fotógrafo) va a elaborar toda una historia de perversidad sexual en un parque de París que a lo mejor sí está en la fotografía pero a lo mejor no: puede ser toda una invención del fotógrafo y un triunfo de su subjetividad o su idealismo como si a fin de cuentas la imagen registrada no fuera más que una pura ilusión: una ficción.
El desocupado fotógrafo cree ver una triangulación: la mujer de la banca que habla con el muchachito en realidad no está seduciéndolo para ella sino para el hombre del sombrero gris sentado al volante de un auto. “El hombre del sombrero gris estaba allí, mirándonos. Sólo entonces comprendí que jugaba un papel en la comedia.”
A partir de esa historia Michelangelo Antonioni elabora el guión de Blow up, su película de 1967, y le da —en un gesto de honestidad intelectual que quizá no era obligatorio— crédito al cuentista argentino. El énfasis o el añadido de Antonioni está en el final, al subrayar el carácter ilusorio de la fotografía en movimiento cuando un grupo de mimos juega al tenis con una pelota invisible y eso le permite a Joan Fontcuberta inferir que “las formas familiares del mundo encubren otra realidad, se reduce a que todo —la certeza fotográfica incluida— es pura ilusión”.
El negativo era tan bueno que el fotógrafo traductor preparó una ampliación, luego otra y otra, tan grande como un affiche. Tomó una foto de la ampliación y fijó la nueva copia en la pared, frente a su máquina de escribir, y de vez en cuando se quedaba mirándola. Había allí no una pistola entre el follaje, como en la película de Antonioni, sino una situación, en el sentido en que en inglés se dice we have a situation here.
“Estuvo un rato mirándola y acordándose, en esa operación comparativa y melancólica del recuerdo frente a la perdida realidad; recuerdo petrificado, como toda foto, donde nada faltaba, ni siquiera y sobre todo la nada, verdadera fijadora de la escena.”
La composición de lugar que establece la cámara, el encuadre no conscientemente elegido, la crónica de un instante decisivo, equivalen al planteamiento de una historia y un drama.
“Michel sabía que el fotógrafo opera siempre como una permutación de su manera personal de ver el mundo por otra que la cámara le impone insidiosa”, dice el personaje narrador de Cortázar. Y uno entiende esa ambigüedad tan propia de la literatura narrativa como de la fotografía.
Uno lee a Joan Fontcuberta y se entera de que para él “la fotografía pertenece al ámbito de la ficción mucho más que al de las evidencias. Fictio es el participio de fingere que significa inventar. La fotografía es pura invención. Toda la fotograía. Sin excepciones.” Pero luego uno escucha “ficción literaria” y le suena muy bien. Escucha ficción cinematográfica y no hay problema en entender la idea. Pero escucha “ficción fotográfica” y no le cuadra el concepto. No puede ser que sea ficción. Porque

“El ojo que ves no es
ojo porque tú lo veas.
Es ojo porque te ve.”



* * *

En dos de mis libros, el de ensayos Post scriptum triste y una novela corta, Todo lo de las focas, la fotografía tiene una función descriptiva, narrativa, y como pensamiento, como monólogo interior. Participa en el texto con la intención de caracterizar a un yo narrador personaje, un adolescente, acongojado entre la aparición del deseo y el miedo a hacer contacto con la mujer real y concreta. Opta por la relación imaginaria y la cámara fotográfica le sirve como una intermediación, como un intento de posesión indirecto.

* * *

Vago uncido a mi cámara fotográfica. La siento como un instrumento de relación. Me parece que no puedo seguir viendo a nadie, a ninguna mujer, con el único, desvalido, pobre recurso de mis ojos. De nada me sirve mi mirada desnuda: veo sin ver, veo sin aceptar la vida de los objetos, la palpitación incesante de la gente, sin conceder valor a la vida que pasa por la calle, al margen mío, en la que no he podido participar.
La niña de pantaloncitos cortos se sintió tomada en cuenta, se le daba un lugar en el mundo. La retraté como parte del conjunto, sin percatarme siquiera de que ella, individualmente, vibraba en medio de la composición de estanque, niños, senderos, estatua... se aisló, se fue alejando poco a poco de aquella parte del jardín y de aquel grupo de mujeres para alcanzarme y volver a caminar a mi lado y observarme de reojo.
Sé que me miraba y me veo de perfil junto a ella. El teleobjetivo de repuesto, cilíndrico y alargado, añadido a la cámara, salía erguido hacia enfrente. En cuanto la niña cambió de curso y entró en foco al separarse de mí, disparé. Disparé varias veces. Varias veces. Volví a disparar hasta quedarme sin película y sin aliento, hasta que el mecanismo que hace girar la cinta de película se trabó.
No tenía otra manera de mirar que a través del teleobjetivo. Buscaba una pareja y calculaba la toma: esperaba el instante del encuadre perfecto y al caminar y comprobar que la pareja me daba la espalda, reaccionaba instintivamente y hacía el disparo. Ese momento único muchas veces coincidía con la música de algún radio y bastaba esa intrusión inoportuna para impulsarme a reaccionar de inmediato y disparar el obturador como si pudiera fotografiar el sonido. Apresarlo. Detenerlo. Paralizarlo como ansiaba congelar las imágenes.
El cuarto oscuro del laboratorio olía a limón y allí fui guardando los cartuchos usados de película. Durante meses me limité a almacenarlos. Sólo entraba para fotografiarme como todas las mañanas delante del atril y cargar de nuevo la cámara. Salía a la calle, atento a los ángulos imaginarios que se formaban desde arriba del puente por donde el tren pasaba todas las noches. Abajo, las casas de Agua Caliente no alcanzaban a ocultar sus techos rojos entre los pirules. Era como un domingo en el patio de recreo de una escuela. Lo rodeaban encuadres silenciosos y tristes.

* * *

Los búngalos del casino, las banquetas de madera, las canchas de tenis, se veían sin gente. Tampoco en la playa vecina ni en las cercanías de los baños sulfurosos asomaba muestra alguna de vida. Sólo alguien, pequeño y ligero, rebotaba un balón en la cancha de básquet, tras la alambrada. Blanco y negro, el jugador solitario se movía frente a mí sin salirse nunca hacia los lados y, a pesar de la sudadera blanca y roja del club Pegasos, su imagen era una mancha en tonos grises. El jugador ensayaba varios tiros, saltaba corriendo, botando la pelota contra la cancha de arcilla, se alzaba de puntas y en la fracción de segundo que permanecía en el aire, en ese preciso, impremeditado instante, resultado de un movimiento perfectamente estudiado, lanzaba la pelota a la cesta, crecía por unos segundos y la arrojaba con todo su pequeño, rígido, fibroso cuerpo contra la canasta. El tablero quedaba temblando, tambaleándose un poco y rechinando. No me puse a disparar la cámara descaradamente. No. Me recosté en una banca y pronto me vi dentro de cuatro alambradas, como en el interior de una jaula en la que resonaban distantes los rebotes de la pelota.
Durante todo el tiempo que estuve sentado nunca caí en la cuenta de que el jugador (que debía tener entre doce y quince años, zapatillas blancas de tenis y el calzoncillo rojo de los Pegasos) llevaba puesta una gorra como de golfista, una de esas cachuchas irlandesas de lana, cosida a gajos, que se estilaban en las películas de Chaplin y que, sin embargo, no era ninguna de esas cosas sino una bien definida gorra de jockey. Por un momento, y sin venir aparentemente al caso, me puse a pensar en las fotos que había tomado de Beverly (cuando ella se vestía en el cuarto del hotel y yo le dije espérate, siéntate en ese sillón y déjame que te retrate) y que con los años perdieron su color en un archivo absurdo de cartas y objetos inútiles. Seguí sentado viendo al jugador solitario que seguía rebotando el balón infatigablemente. Crucé la pierna y allá enfrente, a cincuenta metros más o menos desde el marcador de la cámara, continuaba jugando la diminuta y delgada figura del jockey que poco a poco surgía delineándose a través del visor de la cámara hasta distinguirse con claridad. La silueta más o menos distante quedaba recortada en sus contornos y paulatinamente se iba centrando en el encuadre que yo elegía: el jugador o golfista, o jinete, o enano, estaba listo para ser atrapado definitivamente, para ser grabado en el celuloide sin que nadie pudiera evitarlo. La pelota cruzaba el aire. El jugador, exhibiendo la sudadera con las letras Pegasos bordadas, saltaba a recuperarla. El remate era perfecto. El salto de águila, impecable. El tiro desde atrás de la nuca, sin tocar el aro. De rebote. Desde la raya blanca, desde la esquina más alejada de la cancha. El rebote continuo entre las piernas. La bola girando en la punta del dedo. El jockey corría hacia dentro de la cámara, iba, venía, volvía, daba un salto largo como el salto triple de los atletas y ponía, colocaba, depositaba la pelota dentro de la cesta. Tiros libres. Tiros de media cancha. La cámara fotográfica dejó de funcionar. Volví a ponérmela sobre el pecho. Devolví el obturador al máximo como quien pone seguro a una pistola y guardé la cámara en su funda de cuero

* * *

Cuando aún no cumplo los 50 años, el azar deposita en mi panteón personal una fotografía que me regala mi prima Dora y que yo nunca vi entre los archivos de mi casa: en ella comparece mi padre ante de cumplir 25 años, hacia 1941, en una de las tabernas de Tijuana, vestido de cowboy. Su rostro de Tom Mix me contempla desde el lado derecho de la fotografía y yo me asomo a su mirada de 1941 y pienso que, entonces, todavía no nazco, aún no soy yo, pero de algún modo extraño ya he empezado a ser y a estar en el mundo.
Ni él ni yo volveremos a ser jóvenes.


Madrid, 4 de junio de 2009
http://campbellphoto.blogspot.com/
http://federicocampbell.blogspot.com/

No comments: