Sunday, April 02, 2006

Javier Ramírez Limón

DESIERTO DE ALTAR


“…tierras vertiginosas y aéreas...
tierras con un blanco resplandor
de esqueleto pelado por los pájaros…”

—J. L. Borges



De un momento a otro cambia el paisaje de arena. Uno no se da muy bien cuenta. Basta clavarse en la línea blanca de la carretera para volverse y ver que las dunas se han hinchado o se han horizontalizado en menos de cinco minutos. Y allí, en la lejanía que emerge como en las novelas de Guillermo Munro o Cormac McCarthy, puede levantarse una ráfaga de viento y finsísima arena que enrarece la vista y altera el ritmo de la respiración. Es el desierto de Altar.
De pronto la cámara de Javier Ramírez Limón capta “algo”, una situación. “No entendía nada, pero aquello me pareció raro, por decir lo menos. Sentí que muy a mi pesar tenía que desentrañar el misterio de la pick up.”
Así presenta el fotógrafo sonorense (Hermosillo, 1960) la secuencia de sus seis fotografías tomadas en algún lugar del desierto de Altar, entre Puerto Peñasco, Sonoita y San Luis Río Colorado. Ése será el triángulo de los médanos y los saguaros.
Una extraña camioneta blanca recibe la visita de unos hombres de a caballo a quienes sigue un potrillo, dependiente filial de una de las yeguas. El grupo de jinetes rodea al pick up y recoge o deposita algo. Luego, un muchacho corre entre el polvo y de espaldas a quien acciona la furtiva cámara. Pasa algo. En la última imagen sale de la nada otra camionta y se detiene. Tranquilos, unos hombres de cachucha beben cerveza.
“Sabía qie si nos separábamos cierto tiempo desaparecerías para siempre. Y yo tendría que juntar cada una de tus partes, como un rompecabezas”, escribe Ramírez Limón en el catálogo de su exposicion colgada en la Casa de la Imagen: Plaza de la Ciudadela 2, Centro Histórico, en el DF, hasta el 29 de enero.
Los “morros”, como les dicen a los niños pero también a las dunas, no son tan blandos. Las llantas de la camioneta y las patas de los caballos no parecen enterrarse. Van sobre terreno macizo.
Para mí allí –por la colocación de las seis fotografías en secuencia— se esconde un misterio criminal. Algo se transporta. Algo se recoge. Pero para otros espectadores se trata de un paseo de jovencitos en caballos rentados. Y no en el corazón del desierto, en las inmediaciones del cerro del Pinacate, sino en las afueras de una población. Andan dando la vuelta.
Sin embargo, lo que la fotografía inventa se arma de diversas maneras en la mente de cada observador. La alucinada mirada del fotógrafo mismo incorpora la sospecha y la revelación (el descubrimiento) en el cuarto oscuro del laboratorio, en una circunstancia de la luz y las letras imposible de no relacionar con aquel sensacional cuento de Julio Cortázar, “Las babas del diablo”, cuyo procedimiento narrativo reelaboró Antonioni en Blow up.
“Supuse que en la pick up blanca estaban todas tus piezas y que alguien las llevaría muy lejos para que yo no pudiera encontrarlas. Tuve que disparar la cámara para poder atraparte para siempre. Y ahora supongo que estarás ahí, esperándome…”, desliza Ramírez Limón añadiendo unos datos que la invención originada en la fotografía no necesita. Cada una de las fotos sugiere una historia oculta, pero la colocación, el orden, la progresión de todas las imágenes —en el orden natural de los números— es la que intriga al receptor.
Como la memoria, la fotografía no reproduce: inventa y opera como la imaginación.

Elsa Medina

LA LÍNEA DE SOMBRA

Al principio nos movíamos en un mismo territorio, en ninguna parte delimitado por la “línea internacional”. Trasladarse del centro de Tijuana a un cine de Chula Vista no comportaba en la práctica franquear alguna barrera tangible. Era como desplazarse en la misma zona de una cierta cotidianidad que tenía como marco el espacio binacional, sin telones de por medio. Eran los años de la infancia y los primeros de la postguerra (1946-1952). Aún se sentían algunas secuelas de la reciente conflagración mundial -los apagones antiaéreos de San Diego- y el flujo entre un país y otro era mucho menor que ahora. La ciudad andaba en los noventa mil habitantes, a pesar de que ya no se cruzaba, como en las primeras décadas del siglo, por la Puerta Blanca cuando los americanos se venían en sedienta manada a echarse el trago que allá les tenía prohibido el presidente Roosevelt con la ley seca. A la vuelta de los años, y paradójicamente desde que entró en funcionamiento el “tratado de libre comercio”, la muralla metálica y electrónica se ha ido ensanchando y alargando no como el proyecto de una arquitectura defensiva -no llega a ser arquitectura- sino como resultado de un constructivismo burdo, pragmático y “estratégico”. Por eso tal vez al poeta catalán Rubén Bonet se le ocurrió pensar que “todo Tijuana es una instalación”, como si fuera una propuesta plástica, refiriéndose a la oxidada valla de lámina -desecho de aeropistas militares- que constituye el muro disuasivo. El impedimiento es contundente: por aquí no pasa nadie ni habrá de pasar nadie por la barrera natural e infranqueable del desierto, el sol, la sed, la inanición y la deshidratación. Seres humanos no pueden pasar. Lo que sí puede pasar -y se deja pasar- son la coca, la mota y la heroína.
Los fotógrafos, mejor que nadie, han captado el drama de la inmigración que se ha exacerbado no sólo aquí, en la esquina noroccidental mexicana, sino en muchas otras partes del planeta. No pocos fotógrafos, como Sebastián Salgado, Graciela Iturbide, Lourdes Grobet, Roberto Córdoba y Vladimir Téllez, han congelado en sus imágenes los rostros de esta tragedia, pero en nuestra línea de fuego bajacaliforniana quien se ha empleado más a fondo con la cámara de 35 milímetros -rápida, instantánea, sin encuadres “de estudio”- ha sido Elsa Medina.
Durante los últimos dos años, la fotógrafa mexicana ha ido tomándole el pulso al hormiguero social desesperado, de noche, a mediodía, en la madrugada, al amanecer, a la hora del lobo de este fin de siglo cuando se presiente una amenaza o se descubren signos de un peligro inminente. La suya es la fotografía de los intersticios: la frontera agrietada por la que se cuela la esperanza y se deshace en la polvareda distante de la border patrol. Esta grieta o espacio lineal abierto que queda entre los dos cuerpos nacionales evoca -en la fotografía de profundidad- la monumental muralla china de inspiración militar o el territorio de Laconia en el que se asentaba la antigua Esparta griega y del que el arquitecto Richard Ingersoll ha deducido la expresión “campo lacónico” para referirse a la ciudad difusa, repleta de áreas deshilachadas, irregularmente urbanizadas, sin acontecimientos espaciales, privada de comunicación arquitectónica. Y no parece ser otra cosa este “campo lacónico” que comparece en la desolación indocumentada recogida por la lente de Elsa Medina, un campo conciso, de pocos elementos, como el de las afueras parchadas de Tijuana o las inmediaciones de San Ysidro, el Nido de las Águilas y el cañón de La Cabra. Pero si Esparta no necesitaba murallas y podía extenderse a lo largo de sus lacónicos espacios vacíos era porque, según Tucídides, “sus soldados eran sus murallas” del mismo modo en que ahora, en el confín mexicanoestadunidense, el ejército de la Patrulla Fronteriza hace de muralla defensiva y ofensiva ante la vulnerabilidad de la no infranqueable lámina por cuyos intersticios se ha introducido la Nikon de Elsa Medina.
¿Y qué vemos en sus fotos? Vemos unas patrullas diseminadas allá a lo lejos, en el cañón de La Cabra. Vemos las siluetas negras de unos doce agentes rubios de protuberantes escuadras y linternas al cinto, contra el sol del atardecer, justo en el instante del rayo verde que se cancela sobre la inmensidad del Pacífico. Vemos a un hombre solo en playas de Tijuana, con la mirada perdida hacia el norte de la barda herrumbrosa que corta las olas mar adentro. Vemos a un niño metido en su jorongo, a un adolescente sin país, a un anciano sin respaldo. Vemos un helicóptero que clava con sus reflectores a un campesino de Nayarit mientras, como araña fumigada, esconde su rostro con una cachucha de los Yanquees. Vemos un convoy de camionetas oficiales de doble tracción y motoconformadoras y tractores demarcando la “tierra de nadie”, esta expresión militar calificativa de la zona que queda entre una trinchera y otra y que nadie puede atravesar sin el riesgo de ser acribillado por un francotirador excitado de la border patrol. Vemos un montón de zapatos y botas usadas, signos de la caminata y la emigración, que alguien vende en el rincón de una calle. Vemos a un muchacho que coloca más de trescientas cruces blancas en el mural de un par de figuras negras, recuento de los migrantes muertos en la frontera. Vemos a un grupo de jóvenes que hacen su rancho aparte debajo de un árbol mientras esperan, esperan, esperan, en el cañón Zapata. Vemos a un grupo de trabajadores indocumentados que esperan ser contratados como eventuales en las calles Broadway y Pico de Los Ángeles. Vemos una mojonera en el Nido de las Águilas, en la porción limítrofe, establecida por la fuerza de las armas en 1848. Vemos la doble valla, el perímetro de seguridad, alambradas de púas como en las trincheras, censores sísmicos para rastrear a los caminantes subrepticios, telescopios infrarrojos de larga distancia, cámaras de video, instrumentos de detectación nocturna. Vemos una zona de guerra. Vemos un abandono de todos los gobiernos, vemos su indiferencia, vemos su sonrisa macabra y estúpida, vemos una conspiración contra el derecho al trabajo.
Sin embargo, la mirada de Elsa Medina no es la única que se tiene sobre la frontera nómada ni los indocumentados son los únicos seres que se afanan por sobrevivir en el corral de la frontera sedentaria.
Como voluntad y representación, la frontera está en todos los diccionarios de lugares comunes: la frontera de cristal, la frontera como herida, cicatriz, perímetro disuasivo, el corte, el machetazo histórico, el intersticio de la roca que llora, el muro, el confín, la tierra de nadie, la colisión, la colindancia, el telón, la valla, la sangre contigua, la literatura del umbral, la hora del lobo en el instante del amanecer cuando se cruza, el tránsito a la clandestinidad, la frontera del lenguaje, la esperanza, el fracaso, la raya pintada, la frontera invisible, la frontera de las serpientes, el túnel de éter en el que se convierte el viaje hacia la nada, la demencia fronteriza que se desencadena entre la madrugada y el alba, entre la realidad y el deseo, entre el hambre y la ingurgitación, entre la salud y la enfermedad, entre el asesino y la víctima, entre la juventud y la madurez (la línea de sombra), entre la vida y la muerte, el país frontera, entre algo y nada, entre la pena y la nada, la frontera roja.
Se ha desvanecido la noción misma de frontera o se ha transformado por las dislocaciones bélicas y políticas de Europa del Este. Los historiadores replantean su nueva conceptualización. No jurídica, puesto que sin fronteras no hay Estado. Pero sí cultural: la fusión de las lenguas, la mezcla de razas, la invasión de un habla por otra, la disolvencia -en sentido del montaje cinematográfico- de las mentalidades. Mientras los sociólogos se esmeran en la especulación de un país frontera -de todo un tronco nacional como frontera, entre el mundo desarrollado y el estancado, entre el inglés y el español, entre la producción y el consumo de bienes, servicios y estupefacientes, entre la exportación y la importación, entre la banca incontrolada y la desnacionalización del dinero-, los novelistas de la literatura del umbral o de los intersticios trafican con la inagotable vena de la frontera roja: los asesinatos en serie o “satánicos” que deglute la estética de matriz hollywoodense en la orgía sin fin de una violencia tan divertida como lucrativa. Se asimila el sentido psiquiátrico de los “estados fronterizos” -una instancia preesquizofrénica- a la experiencia cotidiana de la vida en la frontera, es decir: a la locura y la degradación de la convivencia civil.

Ivonne Venegas

EL ESPEJO DE LAS GEMELAS

Julieta y yo teníamos lunares
con los que mi papá nos identificaba.

-Yvonne Venegas


El problema del doble apareció mucho antes en la literatura que en la psiquiatría. Poetas y narradores prefreudianos, como Hoffmann, Edgar Allan Poe, Fedor Dostoievski, entrevieron en las capas oscuras de la personalidad la presencia física, real o imaginaria, de un “doble” en el que -nos informa Mario Pratz- el hombre cree ver la sombra de sí mismo proyectada por el inconsciente. Hoffmann, en Los elíxires del diablo, presenta el desdoblamiento de la personalidad como un fenómeno que convoca las potencias del mal, la instancia demoniaca que todos llevamos dentro.
Tanto Poe en su cuento “William Wilson” como Dostoievski en su novela El doble vislumbraron la comparecencia de la otra voz, el otro yo, el yo dividido, y confeccionaron diálogos del protagonista consigo mismo como si hablara con su propia conciencia. El yo narrador de Poe se ve tan acosado por las admoniciones de William Wilson, su doble: “una imitación de mi persona”, que termina por matarlo.
En el caso de Dostoievski, cuyos personajes siempre tienen un doble, la segunda voz no puede fundirse con Goliadkin. “Al contrario”, dice Mijail Bajtín, “en ella suena cada vez más el tono de una mofa traicionera. Esa voz provoca y se burla de Goliadkin, y al fin se quita la máscara. Aparece el doble. El conflicto interior se dramatiza; se inicia el juego de Goliadkin con el doble.”
Sin embargo, la más celebre historia de un desdoblamiento fue imaginada por Stevenson en El extraño caso del doctor Jekyll y Mister Hhyde, a partir de un sueño. El monstruo de lo que podría ser una metáfora de la depresión, o de la esquizofrenia, se apodera del doctor Jekyll y lo conduce a atropellar a una niña, tal y como asesina a un niño otro personaje desdoblado: Frankenstein, de Mary Shelley.
“Al otro, a Borges, es a quien ocurren las cosas”, escribe Jorge Luis Borges en “Borges y yo”.
“De Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores... No sé cuál de los dos escribe esta página.” ¿Y qué decir de su cuento “El otro”, cuando a Borges se la aparece Borges en Boston, frente al río Charles?
Los temas de la literatura se deslizan sin transición aparente a los de la vida misma y el de la otredad (el otro, el doble, el desdoblamiento, la identidad personal) circuló mucho, por lo menos hasta mediados de los años sesenta, en los estudios sobre los gemelos. Se tenía la esperanza de discernir algunos de los enigmas de la esquizofrenia y efectivamente los análisis no fueron del todo ociosos, cuando se trataba de gemelos autistas o retardados. Sin embargo -cuenta Oliver Sacks en su inquietante libro El hombre que confundió a su mujer con un sombrero- la realidad es mucho más extraña y compleja y menos explicable de lo que sugiere cualquiera de esos estudios.
En el relato que incluye, “Los gemelos”, Sacks se cuida de no generalizar y se refiere en concreto a los gemelos John y Michael que conoció en 1966 y llegaron a ser famosos por su excepcional memoria para los números y su capacidad para decir en qué día de la semana caía una fecha cualquiera de los próximos cuarenta mil años.
Lo que Sacks siente es que hay que verlos sin prejuicios, como individuos, no como “sujetos”, sin el ansia de delimitar o demostrar. “Uno ve que hay algo actuando allí que es sumamente misterioso, uno ve potencias y profundidades de un género quizá fundamental.”
Ciertamente no es fácil y sí muy angustiante el proceso de individuación por el que tiene que pasar el recién nacido durante sus primeros meses en este mundo, para volverse autónomo y distinguirse del otro y es de suponer que para los gemelos este paso puede ser una zozobra. Pero cada cabeza es un lenguaje y cada ser humano, irrepetible, afortunadamente. Por eso me ha conmovido mucho la valentía y la salud -y el talento- con que la fotógrafa Yvonne Venegas se ha atrevido a abordar el tema de la gemelidad -es hermana de la estupenda cantante y compositora tijuanense Julieta Venegas- en su libro El tiempo que pasamos juntas, de textos y fotografías, que adelanta en parte la revista Luna córnea, en su número 14.
“Tengo mis teorías acerca de relaciones como la nuestra. Creo que el haber compartido el vientre materno nos ha asignado a cada una una parte de lo que sería el temperamento de un individuo. Entonces se puede decir que al nacer nuestros temperamentos eran ambos el extremo del otro. Tal vez es como las relaciones de pareja de muchos años, en las que ya acostumbrados a estar juntos, han ido acomodándose a ser parte el uno del otro.
“Me han preguntado muchas veces si tomarle fotos a Julieta no es como tomarme fotos a mí misma. Pero vivir con una persona que es físicamente igual a uno desde que nació, no te convierte en un espejo de ella sino en su opuesto”, escribe Yvonne.

Ferdinando Scianna

DUERMO, LUEGO EXISTO

No es la menor de las fascinaciones que promueve la fotografía el que cada fotógrafo tome una foto distinta de cada rostro o de cada objeto. Por semejantes que sean las condiciones de la distancia o la luz, cada fotógrafo opta por una velocidad o un encuadre diferentes y proyecta lo más íntimo de sí mismo cuando elige un determinado fotograma y no otro. ¿Por qué uno, cuando es fotografiado, resulta otro y distinto según el fotógrafo: una invención del artista que siempre tiene algo extraño que ver con la muerte y la memoria?
Más rápido que el pensamiento va la imagen cuando se produce el “instante decisivo” del que hablaba Cartier-Bresson y lo que importa en definitiva, al final, es que las fotografías tengan alma y una cierta, muy particular mirada.
No es otro el caso del siciliano Ferdinando Scianna, nacido en Bagheria, a un paso de Palermo, el 4 de julio de 1943, y que acaba de publicar dos libros maravillosos: Dormire, forse sognare y Viaggio a Lourdes. En el primero se muestra fiel a su manía de retratar gente dormida a lo largo de sus viajes (en Colombia, India, África, Asia): un homenaje al durmiente (que es un animal sagrado, decía Pepe Revueltas), un inventario del sueño. El segundo es un reportaje sin palabras sobre la peregrinación de un grupo de italianos a Lourdes.
La primera noticia que tuve de Scianna fue por el crédito que se le daba en unos retratos fotográficos de escritores sicilianos, los mismos que por cierto adornan las paredes de la Librería Italiana aquí en México, en la plaza Río de Janeiro. Después lo conocí personalmente cuando se dio un brinco de Oaxaca -había estado fotografiando a unas modelos en Cuilapan- y nos tocó la puerta de nuestro departamento de Estocolmo, en la colonia Juárez. Nos pidió que lo acompañáramos a ver a Garciela Iturbide y a Manuel Álvarez Bravo. Al día siguiente Graciela lo llevó a visitar el archivo Casasola en Pachuca, que no quería perderse.
Scianna empezó a tomar fotografías desde muy joven, en 1960, a los 18 años, cuando estudiaba literatura y filosofía en la Universidad de Palermo. En 1962 conoció a alguien que habría de ser una de sus amistades más significativas (por su lazo afectivo y su afinidad artística): Leonardo Sciascia. Fotógrafo y escritor se conocieron porque una vez, cuando a los diecinueve años montaba su primera exposición en Bagheria, Ferdinando Scianna se encontró con una página en el libro de visitantes llena de elogios y entusiasmos, en tinta negra, firmada por alguien que por allí había pasado: Leonardo Sciascia.
Con el autor de Las parroquias de Regalpetra publicaría en 1965 Fiestas religiosas de Sicilia y elaboraría en 1989
-junto al maestro tipógrafo Franco Sciardelli, también siciliano avecindado en Milán- un bellísimo pequeño libro de toda su relación amistosa con el novelista siciliano, de 1964 a 1989. Como un pasaporte de elegante color negro, Leonardo Sciascia fotografato da Ferdinando Scianna inaugura no sólo una colección sino una idea editorial: la que pretende recoger una relación amistosa y creativa, entre un escritor y un fotógrafo a lo largo de muchos años (como la que podría realizar Ricardo Salazar con Juan Rulfo, Rogelio Cuéllar con Octavio Paz, Juan Miranda con Vicente Leñero o Paulina Lavista con Salvador Elizondo). Así, el curioso libro abre con una fotografía de Racalmuto, el pueblo de Sciascia en la región de Agrigento, y continúa con sucesivas imágenes del novelista hasta el día de su muerte. Se siente el paso del tiempo: la sonrisa de la madurez, la alegría del creador, la enfermedad que lo visita en sus últimos días de 1989.
Trasterrado a Milán a partir de 1966, Scianna emprende como fotógrafo independiente un intenso periodo de reportajes gráficos que lo llevaron a Estados Unidos, Africa, y América Latina.
Durante nueve años, de 1974 a l983, Scianna fue corresponsal en París de la revista italiana L'Europeo, pero de allí también se desplazaba a diversos lugares del mundo en los que había estado antes: el Chile de Salvador Allende, el Uruguay de los Tupamaros, la Etiopía de las hombrunas y las sequías, la Checoslovaquia donde los soldados rusos le apuntaron y secuestraron sus fotos. ECCO LE FOTO CHE I RUSI CI AVEVANO SEQUESTRATE, se leía en una portada de L’Europeo de 1968.
Unico italiano en el equipo de la agencia Magnun, fundada por Robert Capa y Henri Cartier-Bresson, el fotógrafo siciliano fue uno de los seleccionados para ilustrar el número de la revista American Photo (marzo-abril, 1992) dedicado al "Euro style", es decir, a los mejores fotógrafos europeos. Asimismo, en la sección fija de esa publicación que aparece en su última página, bajo el título de Case study, donde un fotógrafo cada mes despliega todo el instrumental -cámaras, lentes, exposímetros- que sale de sus bolsas, el fotógrafo elegido para ese número de 1993 fue Ferdinando Scianna. "Respeto mucho mi equipo. Pero no soy un coleccionista de cámaras. Una cámara tiene que trabajar bien. Eso es todo", declaró entonces, mientras mostraba dos Nikon FM2, una Canon EOS 10S, una Nikon N6006 y otra Nikon F-801 (la versión europea de la N8008).
No es fácil decidir cuál es el libro de Ferdinando Scianna que mejor representa su sensibilidad de hombre y de artista, su mirada, su no infrecuente tristeza, su compasión.
En todas sus fotografías se entrevé la misma mirada, ese ojo del inconsciente que atrapa el "instante decisivo" sin que medie ninguna premeditación intelectual entre su retina y la realidad congelada, aunque "cada fotografía sea un pensamiento: un pensamiento visible", como dice Manuel Vázquez Montalbán en el prólogo que escribió para Le forme del caos: una summa de toda la obra de Scianna a lo largo de los últimos 30 años.
Precisamente en esa muestra antológica que fue Le forme del caos, inaugurada en la romana Villa Medici el 29 de junio de 1992, las imágenes de la Sicilia de Scianna recorren las salas de la galería: desde las fiestas religiosas de los años 60 a las últimas tomas de la modelo holandesa Marpessa.
Puede disfrutarse en sus páginas el recorrido que por este mundo ha hecho el fotógrafo, desde la imagen de un perro escuálido que sorprendió en una de las calles de Benares (India) hasta otra de Jorge Luis Borges que le tomó en Palermo en 1984. Multitudes en Etiopía o en la India, rostros que se aparecen y se escabullen en diversos pueblos sicilianos, mujeres cubiertas del rostro en parajes tunesinos, testimonios del horror y la desolación en las heladas avenidas de Nueva York o en el metro parisino, van permitiendo adivinar la mirada de un fotógrafo de nuestro tiempo que quizás ha logrado su libro más redondo en Kami.
El título del volumen es el mismo del pueblo minero de los altos bolivianos -en actividad desde 1908, pero extraordinariamente productivo en los años 30 cuando se le descubre tungsteno y es adquirido por Simón I. Patiño- que frecuentó Ferdinando Scianna en 1987. "El campamento donde viven estos hombres y mujeres y niños, estos mineros, se llama Kami, como la montaña de la cordillera de los Andes bolivianos, a más de 3 800 metros de altitud", cuenta en el prólogo el fotógrafo-reportero-escritor. En Kami, Bolivia, los nombres que designan la historia y la geografía son nombres de montañas y minas que en su "oscuro y duro vientre insinúan cientos de kilómetros de galerías: el cerro de Potosí, que durante siglos fue le ubre generosa de oro y plata y uno de los centros del mundo, Llallagua, Catavi, Siglo XX, Huanuni, Milluni, Kami..."
Los testimonios de los mineros, pocos, muy suscintos, acompañan las fotografías del frío y de las bodas, la banda de música de las ceremonias familiares, los óvalos de rostros y sombreros y panes recién horneados, las henchidas mejillas de la coca, las fotos en las paredes del hijo uniformado y ausente, los cascos metálicos con foco al frente, los afelpados bombines de las mujeres.
Ha sido ésta, pues, la descripción de la realidad de Kami, no completa ni exhaustiva, que ha hecho Ferdinando Scianna. "Para que fuese completa debí haber utilizado el lenguaje del médico, del antropólogo, del sociólogo, del economista, del historiador, del político. Pero no tengo ninguno de estos oficios. Tan sólo la he hecho de fotógrafo, con humildad, con orgullo, tratando de utilizar lo mejor que pude los instrumentos de mi propio lenguaje", dice Scianna.
"Durante mi último viaje a Kami expuse parte de las fotografías en el hospital. Toda la gente del campamento vino a verlas. Las señalaban riendo. Muchos me pidieron unas copias. Espero que se hayan reconocido en estas fotografías de la misma manera en que yo, a través de las mismas, he tratado de reconocerme en ellos."
Otro de sus más recientes libros, Marpessa-Un racconto, en el que retrata a la modelo Marpessa en las calles y los rincones de varios pueblos sicilianos, como su nativa Bagheria, puede parecer paradójico si se recuerda la trayectoria del fotógrafo: sus imágenes de las fiestas religiosas, sus instantáneas de los soldados soviéticos en las calles de Praga, el cadáver de una víctima de la mafia, las multitudes de la sequía y la hombruna en las zonas rurales de Etiopía, la desolación de ciertos habitantes neoyorkinos o parisienses, los puentes de Manhattan, los asistentes a los funerales de Sartre en un cementerio de París, los rostros de los mineros de Kami, Bolivia, que componen Kami, su mejor libro, su obra maestra tal vez. Sin embargo, tanto sus trabajos para la industria de la moda como sus reportajes gráficos forman parte de una obra integral que no puede parcelarse, y la prueba de esta manera de integrar la trivialidad de la moda a la soledad de los rostros en los rincones de los pueblos meridionales está en cada una de las páginas de Alrove, reportage di moda, el recuento de un fotógrafo que en el mundo de las modelos da continuidad a su muy personal percepción de la vida.
Fotógrafo que sabe escribir, Scianna se encarga asimismo del prólogo de Il piaciere di leggere (Ed. Franco Sciardelli, Milán, 1997) que reúne las fotos del húngaro Andrè Kertész, muerto en Nueva York en 1985: personajes de diversos tiempos y lugares (Nueva York, París, Budapest) que cometen en un basurero o en un parque, en una azotea o en un tren, el acto antisocial de nuestro tiempo: leer.
“Kertész propone, me parece, en este momento histórico, otras interrogantes de fondo, como quien se pregunta si el sentido de las cosas aún se puede leer -o escribir-, o si la lectura todavía es el gran juego a través del cual se descifra el mundo. Cosa que, después de haberlo sido durante siglos, para bien o para mal, ya no estamos seguros de que siga siéndolo. Aunque se puede creer, cuando vemos las fotografías de Kertész, que el mundo es un gran libro”, escribe Scianna.
Como casi todos los fotógrafos y todos los artistas, Scianna no es afecto a andar dando explicaciones de sus obras. Sin embargo, al final de Dormire, sognare forse incorpora esta anotación:
“Si la realidad es, como yo creo, el espejo del fotógrafo, y no a la inversa, recorrer las decenas de miles de imágenes que durante tantos años nos va entregando la cámara es como verificar aquella terrible hipótesis de Vitaliano Brancati: que una imagen al día del rostro de un hombre, desde el nacimiento a la muerte, no es sino la vertiginosa proyección de una vida.”

Robert Capa

LA FOTO DEL MILICIANO


A los cuarenta años Robert Capa pisó una mina en Vietnam unos segundos después de haber tomado su última fotografía. Húngaro, nacido en 1913 y muerto en la línea de fuego en 1954, obedecía en la vida legal al nombre de Endre Ernö Friedmann, pero como fotógrafo pasó a la historia con el pseudónimo que adoptó cuando empezaba a cubrir la guerra civil española en 1936.
Su obra fotográfica -un documento histórico invaluable sobre la condición humana, la grandeza de la gente común y corriente, la capacidad de ternura y de conmiseración de la gente, la guerra- nos recuerda la época del periodismo escrito pretelevisivo, unos años en que el lector tenía que imaginar tanto las imágenes del texto como las de la fotografía, en una suerte de intermediación preelectrónica por así decirlo mas literaria.
Judío, Robert Capa tuvo que emigrar a París en 1933 y allí conoció a tres personas cruciales en su vida: David “Chum” Seymour. Henri Cartier-Bresson y Gerda Tarö, la fotógrafa alemana con la que incursionó en España durante los primeros meses de la guerra civil y fue el gran amor de su vida. De esos días es precisamente la foto del miliciano congelado por su cámara en el instante mismo de su muerte súbita el 5 de septiembre de 1936, en el frente de Córdoba, cerca del cerro de Muriano, y que habría de depararle su gloria mayor como fotógrafo.
Después de la derrota republicana, Capa se trasladó a Nueva York y de allí la revista Life lo mandó a fotografiar el desembarco de Normandía del que han quedado sus célebres instantáneas fuera de foco de Omaha Beach. Entre una contienda y otra se dio una vuelta por México, el 7 de julio de 1940, y retrató a un manifestante almazanista asesinado por la policía. También sobreviven en sus negativos los movimientos políticos callejeros de París de los años 30, los bombardeos de Bilbao, el adiós a las brigadas internacionales en Barcelona en 1938, los soldados de la China de 1938, las tropas aliadas en Troina y Monreale, Sicilia, en 1943, la algarabía de la liberación de París en 1944, y por supuesto las primeras escenas de Vietnam quince días después de la derrota de los franceses en Dienbienphu.
Al volver a Nueva York en 1947 fundó la primera agencia fotográfica de la historia, Magnum, junto con David Seymour y Cartier-Bresson, tomando el nombre de la botella de champaña con la que siempre celebraban.
Capa fue el primero en llevar al campo de batalla la Leica de 35 milímetros que ya estaba en el mercado desde los años 20 y con ella estampó la que tal vez es la más importante y más controvertida foto en la historia de la guerra porque hubo alguien, el periodista británico D’Dowd Gallagher, que puso en entredicho su autenticidad.
En efecto, a mediados de los años 70 Gallagher declaró que Capa había estado con él en un hotel de Barcelona el día en que supuestamente tomó la foto del miliciano. A partir de entonces corrió asimismo la especie de que Capa había hecho posar al miliciano republicano y se enrareció su hasta entonces indiscutido prestigio. Sin embargo, mientras conducía una serie de entrevistas para su biografía sobre Capa el periodista norteamericano Richard Whelan demostró no sólo que el viejo reportero inglés se había confundido sino que el miliciano había sido inequívocamente un muchacho de 24 años del pueblo de Alcoy, cerca de Alicante, y que se llamaba Federico Borrel García.
Más tarde, el biógrafo comprobó en los archivos del gobierno español que Borrel García había muerto en el frente de Cerro Muriano, al norte de Córdoba, el 5 de septiembre de 1936 y la controversia se saldó en favor de Capa.
A mayor abundamiento, un paisano de Federico Borrel García, Mario Brotóns Jorda, reconoció que el hombre de la fotografía pertenecía al regimiento de Alcoy porque las cartucheras del muerto eran únicas, pues habían sido diseñadas y confeccionados por los talabarteros del pueblo con su propio estilo y no las usaban otros combatientes de la República. Además, Brotóns estableció en los archivos de Salamanca y Madrid que sólo un miembro de la milicia de Alcoy había muerto en el frente de Cerro Muriano el 5 de septiembre de 1936: Federico Borrel García.
Y no sólo eso: Brotóns le mostró la fotografía de Capa al hermano menor de Federico, Evaristo, y éste confirmó que todas las circunstancias de tiempo y lugar coincidían y que indudablemente el miliciano inmortalizado era su hermano.

Thursday, March 30, 2006

Textos sobre foto

Textos sobre fotografía. Reflexiones sobre los escritos más famosos sobre fotografía, redactados desde la época de Balzac hasta la de Walter Benjamin y Roland Barthes y Susan Sontag. Comentarios sobre fotografías de Ferdinando Scianna, Robert Capa, Cartier Bresson, Ivonne Venegas, Arturo López, Juan Miranda, Graciela Iturbide, Pedro Valtierra, Rodrigo Moya, Juan Rulfo.