Sunday, April 02, 2006

Elsa Medina

LA LÍNEA DE SOMBRA

Al principio nos movíamos en un mismo territorio, en ninguna parte delimitado por la “línea internacional”. Trasladarse del centro de Tijuana a un cine de Chula Vista no comportaba en la práctica franquear alguna barrera tangible. Era como desplazarse en la misma zona de una cierta cotidianidad que tenía como marco el espacio binacional, sin telones de por medio. Eran los años de la infancia y los primeros de la postguerra (1946-1952). Aún se sentían algunas secuelas de la reciente conflagración mundial -los apagones antiaéreos de San Diego- y el flujo entre un país y otro era mucho menor que ahora. La ciudad andaba en los noventa mil habitantes, a pesar de que ya no se cruzaba, como en las primeras décadas del siglo, por la Puerta Blanca cuando los americanos se venían en sedienta manada a echarse el trago que allá les tenía prohibido el presidente Roosevelt con la ley seca. A la vuelta de los años, y paradójicamente desde que entró en funcionamiento el “tratado de libre comercio”, la muralla metálica y electrónica se ha ido ensanchando y alargando no como el proyecto de una arquitectura defensiva -no llega a ser arquitectura- sino como resultado de un constructivismo burdo, pragmático y “estratégico”. Por eso tal vez al poeta catalán Rubén Bonet se le ocurrió pensar que “todo Tijuana es una instalación”, como si fuera una propuesta plástica, refiriéndose a la oxidada valla de lámina -desecho de aeropistas militares- que constituye el muro disuasivo. El impedimiento es contundente: por aquí no pasa nadie ni habrá de pasar nadie por la barrera natural e infranqueable del desierto, el sol, la sed, la inanición y la deshidratación. Seres humanos no pueden pasar. Lo que sí puede pasar -y se deja pasar- son la coca, la mota y la heroína.
Los fotógrafos, mejor que nadie, han captado el drama de la inmigración que se ha exacerbado no sólo aquí, en la esquina noroccidental mexicana, sino en muchas otras partes del planeta. No pocos fotógrafos, como Sebastián Salgado, Graciela Iturbide, Lourdes Grobet, Roberto Córdoba y Vladimir Téllez, han congelado en sus imágenes los rostros de esta tragedia, pero en nuestra línea de fuego bajacaliforniana quien se ha empleado más a fondo con la cámara de 35 milímetros -rápida, instantánea, sin encuadres “de estudio”- ha sido Elsa Medina.
Durante los últimos dos años, la fotógrafa mexicana ha ido tomándole el pulso al hormiguero social desesperado, de noche, a mediodía, en la madrugada, al amanecer, a la hora del lobo de este fin de siglo cuando se presiente una amenaza o se descubren signos de un peligro inminente. La suya es la fotografía de los intersticios: la frontera agrietada por la que se cuela la esperanza y se deshace en la polvareda distante de la border patrol. Esta grieta o espacio lineal abierto que queda entre los dos cuerpos nacionales evoca -en la fotografía de profundidad- la monumental muralla china de inspiración militar o el territorio de Laconia en el que se asentaba la antigua Esparta griega y del que el arquitecto Richard Ingersoll ha deducido la expresión “campo lacónico” para referirse a la ciudad difusa, repleta de áreas deshilachadas, irregularmente urbanizadas, sin acontecimientos espaciales, privada de comunicación arquitectónica. Y no parece ser otra cosa este “campo lacónico” que comparece en la desolación indocumentada recogida por la lente de Elsa Medina, un campo conciso, de pocos elementos, como el de las afueras parchadas de Tijuana o las inmediaciones de San Ysidro, el Nido de las Águilas y el cañón de La Cabra. Pero si Esparta no necesitaba murallas y podía extenderse a lo largo de sus lacónicos espacios vacíos era porque, según Tucídides, “sus soldados eran sus murallas” del mismo modo en que ahora, en el confín mexicanoestadunidense, el ejército de la Patrulla Fronteriza hace de muralla defensiva y ofensiva ante la vulnerabilidad de la no infranqueable lámina por cuyos intersticios se ha introducido la Nikon de Elsa Medina.
¿Y qué vemos en sus fotos? Vemos unas patrullas diseminadas allá a lo lejos, en el cañón de La Cabra. Vemos las siluetas negras de unos doce agentes rubios de protuberantes escuadras y linternas al cinto, contra el sol del atardecer, justo en el instante del rayo verde que se cancela sobre la inmensidad del Pacífico. Vemos a un hombre solo en playas de Tijuana, con la mirada perdida hacia el norte de la barda herrumbrosa que corta las olas mar adentro. Vemos a un niño metido en su jorongo, a un adolescente sin país, a un anciano sin respaldo. Vemos un helicóptero que clava con sus reflectores a un campesino de Nayarit mientras, como araña fumigada, esconde su rostro con una cachucha de los Yanquees. Vemos un convoy de camionetas oficiales de doble tracción y motoconformadoras y tractores demarcando la “tierra de nadie”, esta expresión militar calificativa de la zona que queda entre una trinchera y otra y que nadie puede atravesar sin el riesgo de ser acribillado por un francotirador excitado de la border patrol. Vemos un montón de zapatos y botas usadas, signos de la caminata y la emigración, que alguien vende en el rincón de una calle. Vemos a un muchacho que coloca más de trescientas cruces blancas en el mural de un par de figuras negras, recuento de los migrantes muertos en la frontera. Vemos a un grupo de jóvenes que hacen su rancho aparte debajo de un árbol mientras esperan, esperan, esperan, en el cañón Zapata. Vemos a un grupo de trabajadores indocumentados que esperan ser contratados como eventuales en las calles Broadway y Pico de Los Ángeles. Vemos una mojonera en el Nido de las Águilas, en la porción limítrofe, establecida por la fuerza de las armas en 1848. Vemos la doble valla, el perímetro de seguridad, alambradas de púas como en las trincheras, censores sísmicos para rastrear a los caminantes subrepticios, telescopios infrarrojos de larga distancia, cámaras de video, instrumentos de detectación nocturna. Vemos una zona de guerra. Vemos un abandono de todos los gobiernos, vemos su indiferencia, vemos su sonrisa macabra y estúpida, vemos una conspiración contra el derecho al trabajo.
Sin embargo, la mirada de Elsa Medina no es la única que se tiene sobre la frontera nómada ni los indocumentados son los únicos seres que se afanan por sobrevivir en el corral de la frontera sedentaria.
Como voluntad y representación, la frontera está en todos los diccionarios de lugares comunes: la frontera de cristal, la frontera como herida, cicatriz, perímetro disuasivo, el corte, el machetazo histórico, el intersticio de la roca que llora, el muro, el confín, la tierra de nadie, la colisión, la colindancia, el telón, la valla, la sangre contigua, la literatura del umbral, la hora del lobo en el instante del amanecer cuando se cruza, el tránsito a la clandestinidad, la frontera del lenguaje, la esperanza, el fracaso, la raya pintada, la frontera invisible, la frontera de las serpientes, el túnel de éter en el que se convierte el viaje hacia la nada, la demencia fronteriza que se desencadena entre la madrugada y el alba, entre la realidad y el deseo, entre el hambre y la ingurgitación, entre la salud y la enfermedad, entre el asesino y la víctima, entre la juventud y la madurez (la línea de sombra), entre la vida y la muerte, el país frontera, entre algo y nada, entre la pena y la nada, la frontera roja.
Se ha desvanecido la noción misma de frontera o se ha transformado por las dislocaciones bélicas y políticas de Europa del Este. Los historiadores replantean su nueva conceptualización. No jurídica, puesto que sin fronteras no hay Estado. Pero sí cultural: la fusión de las lenguas, la mezcla de razas, la invasión de un habla por otra, la disolvencia -en sentido del montaje cinematográfico- de las mentalidades. Mientras los sociólogos se esmeran en la especulación de un país frontera -de todo un tronco nacional como frontera, entre el mundo desarrollado y el estancado, entre el inglés y el español, entre la producción y el consumo de bienes, servicios y estupefacientes, entre la exportación y la importación, entre la banca incontrolada y la desnacionalización del dinero-, los novelistas de la literatura del umbral o de los intersticios trafican con la inagotable vena de la frontera roja: los asesinatos en serie o “satánicos” que deglute la estética de matriz hollywoodense en la orgía sin fin de una violencia tan divertida como lucrativa. Se asimila el sentido psiquiátrico de los “estados fronterizos” -una instancia preesquizofrénica- a la experiencia cotidiana de la vida en la frontera, es decir: a la locura y la degradación de la convivencia civil.

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